sábado, 4 de diciembre de 2021

Lucas 3, 1-6

 


 

El texto de hoy – en este segundo domingo de Adviento – gira alrededor de la hermosa imagen del desierto.

Juan se va al desierto. En el desierto se encuentra con Dios y prepara la venida de Jesús, citando el profeta Isaías: preparen, allanen, rellenen, aplanen, enderecen, nivelen. Todos verbos, todas acciones. Pero acciones desde el desierto.

 

La metáfora del desierto sería más que suficiente para prepararnos a la Navidad y para impulsarnos a un decisivo crecimiento espiritual.

Sin duda resonaba en el corazón de Lucas, de Juan y de Jesús el bellísimo y sugestivo texto del profeta Oseas: “Por eso, yo la seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón” (Os 2, 16).

El desierto tiene una fuerza simbólica extraordinaria. Es el lugar de la tentación, de la prueba, de la sed y, paralelamente, es el lugar del silencio evocador, de la soledad inspiradora, de la intimidad con Dios.

El desierto nos enseña admirablemente a mantener unidos los distintos aspectos y dimensiones de la vida. Es una maravillosa imagen de la no-dualidad: todo lo abraza en la radical Unidad.

En el desierto conviven luz y sombras, bien y mal, sed y oasis, soledad y comunión, silencio y palabra.

El desierto evoca también una dimensión central de todo crecimiento espiritual: la interioridad. Desierto es sinónimo de interioridad.

La dimensión interior de la existencia nos recuerda que la divinidad nos habita y que todo surge desde “dentro”.

Como afirmaba San Agustín: “No salgas de ti mismo; en tu interior habita la verdad”.

Volver al desierto, volver a la interioridad, es esencial.

Nos hemos perdido en lo exterior, en el activismo, en el “hacer por hacer”. Hemos perdido el sentido y el valor de las cosas y de la existencia.

Es tiempo de volver. El Adviento es tiempo de regreso a Casa, tiempo de interioridad.

No hay experiencia personal de Dios sin interioridad y sin desierto.

Amemos juntos al desierto, nuestros desiertos.

 

Te amo, árido desierto que me invitas al encuentro y al desapego. Amo tus silencios sonoros y tu fuerza evocadora.

Te amo, amigo desierto que me recuerdas que tengo sed, otra sed. La sed de lo eterno, la sed de Infinito.

Te amo, fecundo desierto que despiertas mis fantasmas y mis monstruos internos: me los haces ver para que la luz los disuelva.

Amo tu calor que me recuerda el fuego del amor y lo efímero de la existencia.

Amo tus espacios infinitos y solitarios que me introducen de a poco en el Misterio sin nombre, más infinito que tu.

Te amo, asombroso desierto donde todo florece y donde la vista se purifica y mira a lo lejos.

Viviré por ti y desde ti, para salir como un cristal a transparentar la Única Luz.

 

 

 

 

 

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