sábado, 9 de julio de 2022

Lucas 10, 25-37


 

Los debates sobre la Escritura al tiempo de Jesús – la Torah especialmente – eran muy comunes. Se discutía para encontrar la mejor y más acertada interpretación. Había libertad de pensamiento, sin una autoridad que impusiera una visión o expulsara a los que opinaban distinto. Creo que es un valor fundamental que el cristianismo y en especial la iglesia católica tiene que recuperar.

Poder pensar, opinar con libertad y sin miedo al juicio, son valores humanos y evangélicos fundamentales.

 

El debate de nuestro texto nos introduce en el corazón de la ley, en el centro de la revelación de Dios en la Escritura.

¿Qué hacer para tener una vida plena y con sentido?

Jesús no responde directamente, sino que invita a su interlocutor a buscar una respuesta. Jesús responde con otra pregunta.

Es la técnica ancestral de la mayéutica, propuesta y vivida por el filosofo griego Sócrates: el maestro es como una partera, que ayuda simplemente a extraer la verdad que tenemos adentro. ¡Qué extraordinario!

Es también la técnica pedagógica del zen y del hinduismo: formular preguntas en lugar de dar respuestas.

Es más oportuno e importante formular la pregunta correcta, en lugar de dar respuestas prefabricadas.

¡Aprendamos a plantearnos y a plantear las preguntas, en lugar de dar respuestas!

 

La respuesta que el doctor de la ley saca de su interior convence a Jesús: el amor es el centro de la ley. ¡Respuesta correcta!

El sentido de la ley y de la revelación de Dios es el amor. No podemos perder de vista esta interpretación y tenemos que aprender a interpretar toda la Escritura desde esta perspectiva.

Todavía falta un paso: la aplicación concreta de la interpretación.

¿Quién es el prójimo?

Y Jesús cuenta su extraordinaria parábola, conocida como la del “buen samaritano”.

La parábola es sorprendente y revolucionaria; pone del revés nuestra visión de lo religioso y quiebra nuestras imágenes de Dios.

El hombre golpeado y medio muerto no es socorrido por las personas “religiosas” de su tiempo: sacerdote y levita. Ellos pasan de largo; probablemente iban al Templo de Jerusalén a rezar o a ofrecer sacrificios. Su relación con Dios pasaba por cumplir con las leyes y los ritos y su corazón no se conmovió frente al dolor.

Es el gran peligro de toda religión: refugiarse en doctrinas, reglas y ritos y perder de vista la compasión. Vivir de teorías y no ser capaz de amar.

 

El samaritano se detiene y presta su ayuda incondicional. Es lo revolucionario. El samaritano no es un hombre “religioso”. Es simplemente “humano”. Además el samaritano era mal visto, justamente por no ser “religioso” y por su situación social y política.

El samaritano no sabe de leyes y ritos, pero cumple con su sentido.

El samaritano no tiene una relación explicita y exterior con Dios, pero vive el mensaje central que se encierra en la revelación.

Su profunda humanidad lo lleva a vivir lo divino.

Como decía Leonardo Boff, refiriéndose a Jesús: “tan humano, solo Dios”.

El camino es el camino de humanización, no hay otro. Somos seres humanos y solo en la vivencia de nuestra humanidad descubriremos y viviremos también nuestra divinidad. Como Jesús.

¡Cuánto más humanos, más divinos!

Jesús lo entendió y lo vivió. Por eso la compasión fue el eje de su caminar por esta hermosa tierra.

La divinidad se encierra en nuestra maravillosa, doliente y compleja humanidad.

No hay separación: vivir lo humano es vivir lo divino, vivir lo divino es transformarse en seres humanos completos.

El camino es más sencillo de lo que parece. Lo hemos complicado mucho.

Resuenan las hermosas palabras del profeta Miqueas (6, 8):

Se te ha indicado, hombre, qué es lo bueno y qué exige de ti el Señor: nada más que practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 


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