sábado, 27 de agosto de 2022

Lucas 14, 1.7-14

 


Se nos presenta hoy una interesante parábola: el banquete de bodas y el último lugar.

El eje de la parábola parece ser la dimensión de la humildad.

 

¿Qué es la humildad?

¿Qué significa ser humilde?

 

A lo largo de la historia y con cierta frecuencia, se interpretó la humildad en clave de virtud y en clave moral. A menudo esta interpretación parcial y superficial derivó más bien en una caricatura de la humildad y también, lamentablemente, en una perversión de la misma, generando mucho sufrimiento y obstaculizando el desarrollo espiritual.

 

La humildad – como cualquier otra dimensión – va interpretada y comprendida desde el nivel del ser, desde nuestra identidad más profunda: solo así será un camino hacia la plenitud y la luz.

Una reflexión de Willigis Jäger puede ayudarnos:

 

“La palabra latina es humilitas. Igual que la palabra humanitas tiene su raíz en el término humus, es decir, tierra, suciedad, estiércol. También humor procede de la misma raíz. Esto indica que en el mundo deberíamos aceptarnos a nosotros mismos con cierta alegría interior y con una sonrisa en los labios. Deberíamos no tomarnos demasiado en serio, conservar nuestro humor y entregarnos con humildad al camino. Pues humildad no es otra cosa que una aceptación amplia de uno mismo, lo cual no quiere decir que yo esté de acuerdo con todas mis debilidades y errores, pero sí que acepto haberlos heredado de la vida. No me obstino en sacudirme esa herencia o en reprimirla, puesto que esto significaría persistir en el egocentrismo.”

 

La humildad es entonces la aceptación radical y serena de nuestra propia verdad; me reconozco, me acepto y me asumo con confianza y alegría.

 

El “último puesto” del banquete de nuestra parábola es justamente el único puesto disponible: el mío. Es mi lugar, el lugar que me pertenece, el lugar de mi verdad. Nuestra propia verdad no puede ser asumida por otros. El camino es siempre único, personal, original. Es el último porque, sin duda, es la tarea más dolorosa y difícil: aceptarse uno mismo.

Por eso ocurre lo paradójico: a menudo los que ostentan una alta autoestima, esconden un “yo” frágil y una falta de aceptación de sí mismos.

 

Ocurre el milagro: cuando nos aceptamos y amamos nuestra verdad, vamos avanzando: Amigo, acércate más” (14, 10).

 

Aceptar nuestra propia verdad no incluye solo los aspectos de vulnerabilidad de nuestro ser, no incluye solo la sombra, incluye también nuestra luz.

Reconocer nuestra luz, nuestros dones, nuestros talentos.

 

Jesús insiste mucho en este aspecto: “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5, 14-16).

 

¿Cuál es esta luz que brilla y debe brillar?

 

Es la luz de nuestra unicidad y originalidad. Es la luz que vinimos a traer al mundo. Es la luz que solo tú puedes dar, porque responde a tu misión y a tu llamado. Si tu no das esta luz, nadie en el universo entero la puede dar.

¡Qué grande es nuestra vocación!

¡Qué gran tarea y que honor!

 

Esconder esta luz va directamente en contra de la verdadera humildad.

Se entiende así perfectamente la segunda parte de nuestro texto: la gratuidad.

Cuando nos asumimos en nuestra propia verdad no tenemos nada que esconder, nada que ocultar, nada que buscar, ningún interés egoico. Viviremos con soltura y profunda alegría. Viviremos la gratuidad del amor y del ser.

Nuestro amor concreto y servicial será el puro reflejo de la Luz que se nos otorga gratuitamente en cada instante.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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