Celebramos hoy la fiesta del bautismo de Jesús.
El bautismo revela una encrucijada en la vida de Jesús: hay un antes y un después.
Para él fue una experiencia de Dios tan fuerte que cambió el rumbo de su vida; con el bautismo empieza la vida de Jesús como maestro itinerante.
¿Cuál fue nuestro “bautismo” no sacramental que transformó nuestra vida?
Cada experiencia renovadora y transformadora es un bautismo.
Cada “muerte y resurrección” es un bautismo.
La palabra “bautismo” deriva del griego y significa sumergir.
El bautismo es una inmersión. Cuando nos sumergimos en el Espíritu nuestra vida se transforma.
En su bautismo, Jesús se siente poseído por el Espíritu y esta consciencia no lo abandonará nunca más.
Es la experiencia clave y fundante de la existencia humana y del camino espiritual: descubrirnos inmersos en el Espíritu, descubrirnos habitados por el Espíritu.
Todo el camino espiritual consiste justamente en “dejarse poseer por el Espíritu”, para que él conduzca nuestra vida y la transforme en fuego: “Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (Mt 3, 11).
Espíritu y fuego a menudo son sinónimos y simbolizan esta dimensión abrasadora y transformadora; como dice la carta a los hebreos 12,29: “nuestro Dios es un fuego devorador”, en sintonía con Deuteronomio 4, 24.
El camino es “espiritual”, solo si nos dejamos atrapar y poseer por el Espíritu.
“Dejarse atrapar y poseer por el Espíritu”: ¿no es, tal vez, la definición más hermosa de la vida espiritual?
La tradición cristiana, especialmente a partir de Pablo, asocia el bautismo a la muerte y resurrección de Cristo.
“¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte? Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva. Si la comunión en su muerte nos injertó en él, también compartiremos su resurrección” (Rom 6, 3-5).
Vivir como bautizados es entonces entrar en el dinamismo central de la experiencia cristiana.
Vivimos el bautismo, cuando morimos a nuestro “yo” y dejamos que Cristo viva en nosotros.
Vivimos el bautismo cuando nos dejamos vivir por el Espíritu.
Vivimos el bautismo cuando estamos abiertos a la luz y al amor.
Vivir el bautismo es ser consciente a cada instante de esta Presencia: “en él somos, nos movemos y existimos”, nos recuerda San Pablo (Hechos 17, 28).
Es muy interesante y sugerente notar que Mateo, Marcos y Lucas concuerdan en que, después de su bautismo, Jesús fue “arrojado” por este mismo Espíritu al desierto para ser tentado.
El Espíritu no nos hace la vida fácil. La obra del Espíritu es sacar lo mejor de cada uno y llevar a cada cual a vivir su vocación y a revelar la luz por la cual ha venido a este mundo. Por eso el Espíritu purifica, nos pasa por el fuego, para que solo quede el amor.
Si logramos leer toda dificultad o problema a la luz del Espíritu que nos está formando y puliendo encontraremos la paz definitiva.
El Espíritu nos habla y nos hace crecer a través de cada acontecimiento y encuentro, a través de cada incomprensión u obstáculo.
El Espíritu nos habla a través de todo y de todos.
Solo se nos pide apertura, atención y escucha.
Terminamos haciendo nuestras las palabras de gratitud al Espíritu Santo de San Simeón el Nuevo Teólogo:
“Te doy las gracias por haberte hecho un solo espíritu conmigo: sin confusión, sin cambio, sin transformación, tú el Dios sobre todas las cosas. Tú mismo te has hecho por mí todo en todo, alimento inexpresable y completamente gratuito, que siempre te desbordas sobre los labios de mi alma y brotas en la fuente de mi corazón; vestido deslumbrante que quemas los demonios, purificación que me limpias con lágrimas inmortales y santas que tu presencia concede a aquellos a los que asistes. Te doy las gracias por haberte hecho por mí luz perenne y sol sin ocaso, tú que llenando el universo de tu gloria no tienes dónde ocultarte.”
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