Se nos regala hoy la maravillosa página de las bienaventuranzas que, para muchos estudiosos, es el resumen perfecto del evangelio. Si perdiéramos todos los evangelios y nos quedaría esta página, nos quedaría lo esencial del mensaje de Jesús.
Las bienaventuranzas nos hablan de la gran vocación a la alegría. Estamos llamados a la alegría. Estamos llamados a rendir honor a la vida a través de nuestra alegría y a pesar y a través, de las dificultades de la existencia: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí” (5, 11).
Dios nos quiere alegres. Es la invitación de la gran predicación de Jesús en la montaña. El evangelio de Juan nos transmitirá palabras parecida del maestro: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Juan 15, 11).
“Dios es alegría infinita”, subrayaba Santa Teresa de los Andes (1900-1920), joven carmelita chilena.
La alegría del evangelio, la alegría de Dios y la alegría de Jesús es una alegría especial, con un sabor único y distinto.
No es la alegría pasajera de los placeres – también legítimos – de esta vida: la alegría de una copa de vino con una buena cena o la alegría de unas lindas vacaciones en familia.
No es la alegría efímera del capitalismo o del consumismo, ni la alegría de nuestros logros.
Es una alegría tremenda y profunda. Una alegría que hunde sus raíces en el ser y en la verdad. Es la alegría serena de la confianza, la alegría de vivir a la Presencia de Dios. Es la alegría del amor y de la paz. La increíble y simple alegría de ser y de vivir, como afirma el poeta Jorge Guillen:
“Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
¡Con la esencia en silencio
tanto se identifica!”
Esta alegría se busca y se practica.
El gran rabino Najman de Breslev (1772-1810), nacido en Ucrania, hizo de la alegría el eje de su vida y de su propuesta de camino espiritual. Decía que estar alegres es la mejor forma de adorar a Dios. Hasta lo formuló en un “mandamiento”: “Es una obligación muy grande estar alegres.”
Resuena la invitación de San Pablo a los filipenses: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense” (Fil 4, 4).
Cuando estamos alegres estamos en conexión profunda con Dios y con la naturaleza.
Cuando estamos alegres todos los problemas se ven de manera distinta y se van resolviendo solos.
La alegría vive en nuestro corazón y es nuestra herencia, nuestro llamado y nuestro destino.
La alegría nos acompaña y nos espera. La alegría nos vive y nos ilumina.
Podemos encontrar alegría también en los momentos tristes o en las normales dificultades y perdidas de la vida.
La alegría está ahí, siempre, como fiel compañera de la Presencia de Dios.
Hacemos de la alegría – como nos enseña el rabino Najman de Breslev – nuestro camino espiritual.
Decía Thich Nath Hanh que cuando estamos contentos sonreímos, pero que vale también al revés: si sonreímos generamos la alegría interna.
La alegría entonces es también un trabajo espiritual, una práctica.
No solo la experiencia de la comunión con Dios nos trae alegría, sino también que el esfuerzo – a veces necesario – por estar alegres, nos hace experimentar la comunión con Dios.
Como forma de agradecimiento, terminemos con una linda oración de Najman de Breslev:
“Querido Dios, aquí estoy, golpeado y maltratado por las incontables manifestaciones de mis propias deficiencias. Pero a pesar de todo tenemos que vivir con alegría. Debemos superar la desesperación, buscando y encontrando cada atisbo de bondad, cada punto positivo dentro de nosotros mismos, y así descubrir la verdadera alegría. Ayúdame en esta búsqueda, HaShem (Dios). Ayúdame a encontrar la satisfacción y un placer profundo y duradero en todo lo que tengo, todo lo que hago y todo lo que soy…”
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