sábado, 5 de agosto de 2023

Mateo 14, 13-21

 


 

Jesús se va a un lugar desierto “para estar a solas”. Esta anotación del evangelista puede pasar desapercibida, pero es de fundamental importancia. Todo lo que sigue después, surge de esta capacidad de Jesús de estar a solas, de buscar, en el silencio, la comunión con el Padre. Hay otra dimensión importante: justo antes de nuestro texto, Mateo nos relató la decapitación de Juan el Bautista y su sepultura: “al enterarse de esto” – nos dice Mateo – Jesús busca la soledad y el silencio.  

 

¿Cómo manejamos las situaciones dolorosas de la vida?

¿Dónde nos refugiamos?

 

Jesús – y junto a él una marea de místicos de todas las latitudes – nos enseña a refugiarnos en la soledad y en el silencio.

 

En sus últimos meses, Buda enseñaba: “Tomen refugio en ustedes mismos y en nada más. El Buda, las enseñanzas y la comunidad están en su interior. No persigan cosas que están lejos. Todo está en su corazón. Sean una isla para ustedes mismos”.

Escribe Thich Nath Hanh: “Al practicar ir a tu Refugio, te conviertes en una isla de paz, de compasión, y puedes inspirar a otras personas a que hagan lo mismo. Es como un bote lleno de personas cruzando el océano. Si se encuentran con una tormenta y todos entran en pánico, el bote se vuelca. Pero si hay una persona en el bote que permanezca en calma, esa persona inspirará a las demás a permanecer en calma. Y luego habrá esperanza en todo el bote.

 

¡Tu Refugio es tu corazón y tu alma!

¡Tu Refugio es este lugar sin-lugar, donde el Espíritu te habita!

¡Tu Refugio siempre está ahí, esperándote!

 

Aprendamos a no huir. Aprendamos a no refugiarnos en el ruido, la televisión, las redes sociales, la comida, la diversión. Aprendamos a sentarnos a solas, en silencio y quietud.

Siéntate con tu dolor.

Siéntate con tu tristeza.

Siéntate con tu angustia y tu soledad.

Siéntate con tu enojo.

Siéntate contigo mismo y con tu Dios.

 

Como un guerrero de la luz, me sentaré.

Me sentaré y enfrentaré todo lo que hay que enfrentar.

Desde ahí brota la paz, la reconciliación, la compasión.

 

Compasión que, justamente, es el otro eje de nuestro texto.

 

La soledad de Jesús se rompe por la gente dolida y necesitada; los enfermos y los hambrientos le buscan… en él encuentran la calma, de la cual hablaba Thich Nath Hanh.

 

Jesús se deja cuestionar y afectar por el dolor y su silencio se convierte en compasión. Así es la vida, así es la experiencia de la plenitud divina: una constante oscilación entre silencio y palabra, quietud y movimiento, soledad y compasión, ser y hacer.

 

Jesús sana a los enfermos, nos dice Mateo; los panes y los peces se multiplican y todos comen.

 

¿Cuál es la clave?

 

Me gusta descubrirla en estas extraordinarias palabras: “levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición” (14, 19).

 

Levantar los ojos al cielo es reconocer nuestra pequeñez, nuestra nada.

“No hay nada afuera de Él” – ein od milvadó – nos dice la mística hebrea.

Levantar los ojos al cielo, es abrirse a lo desconocido, a una fuerza mayor.

Levantar los ojos al cielo es confiar, vivir de emuná.

Jesús confía radicalmente.

Confía y bendice.

Bendecir es reconocer la Presencia, en todo momento y circunstancia.

Bendecir es vivir agradecido y de agradecimiento.

Bendecir es reconocer a un Amor que nos sorprende y nos supera.

 

¡Qué hermoso es vivir levantando los ojos al cielo y bendiciendo!

 

La vida se transformará, no tengan dudas.

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