“Cuando a un niño le enseñas que un pájaro se llama “pájaro”, el niño no volverá a ver un pájaro nunca más”.
Quise comenzar el comentario de hoy con esta cita del sabio hindú Krishnamurti porque nos da la clave de lectura para nuestro texto de hoy.
Estamos frente a un texto fundamental, que nos presenta “El Tema” fundamental de la existencia y de la vida.
Es el tema de la identidad.
En el fondo, es el único tema de la filosofía y el gran tema de la teología y de la espiritualidad.
Desde siempre el ser humano se pregunta: “¿Quién soy?”, “¿Quiénes somos?”.
Es la pregunta clave. Una pregunta clave que hemos olvidado y que está resurgiendo en esta época de crisis, de cambio y de despertar de consciencia.
Nos dicen los sabios que es mucho más importante y productivo hacerse la pregunta correcta que intentar dar respuestas: ¡No lo olvidemos!
Es la pregunta correcta del maestro de Nazaret: “¿Quién dicen que soy?” (16, 15).
La pregunta sobre la identidad es una pregunta radical y universal, que engloba a todo y a todos. Cuando Jesús pregunta a sus discípulos y nos pregunta a nosotros hoy: “¿Quién dicen que soy?”, nos está diciendo a la misma vez: “¿Quién eres tú?”.
Afirma el monje benedictino Laurence Freeman: “Sólo podremos decir verdaderamente quién es él, cuando sepamos quienes somos nosotros”. Y José Antonio Pagola va en la misma línea: “la pregunta «¿quién dicen que soy?» no es ya una cuestión sobre Jesús, sino sobre nosotros mismos. ¿Quién soy yo? ¿Desde donde oriento mi existencia?”
Por eso que, desde siempre, los sabios indican el camino de autoconocimiento como la clave de la existencia. Famosa es la inscripción en el Templo de Apolo en Delfos, en la Grecia clásica, 400 años antes de Cristo: “Conócete a ti mismo”.
Nosotros seguimos huyendo de esta pregunta clave y nos refugiamos en los ídolos – placer, diversión, apariencia – que nos hacen olvidar por un momento la angustia de la pregunta.
Los intentos de respuestas que vamos dando a lo largo de la vida y según las etapas del desarrollo psíquico y espiritual van en la línea de la personalidad; pero la personalidad se refiere solo a la dimensión biológica, psicológica y sociocultural: nuestro nombre, historia, genética, educación, valores, tipología de carácter, etcétera. Dimensiones que fluctúan continuamente y que están destinadas a desaparecer o, para decirlo sin anestesia, a morir.
El budismo habla de “impermanencia”, mientras que el salmo nos dice: “no me diste más que un palmo de vida, y mi existencia es como nada ante ti. Ahí está el hombre: es tan sólo un soplo, pasa lo mismo que una sombra” (39, 6-7); y San Pablo en la misma línea nos dirá: “la apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31).
Nuestra personalidad es un soplo. ¿Qué es lo que permanece?
Permanece lo que somos, nuestra verdadera identidad. Identidad que se está manifestando y revelando en la personalidad y como personalidad. La identidad real es el fondo común y compartido – nuestra esencia divina – desde la cual emerge la personalidad histórica y temporal.
Jesús, con su pregunta clave, apunta, sin duda, a este despertar.
Afirma, otra vez, Freeman: “El escuchar la pregunta de Jesús nos deja, finalmente, sin imágenes de él, solo con su presencia real. Todos los falsos Mesías de nuestra imaginación y todas nuestras formas de proyección deben ser puestas de manifiesto y destruidas, antes de que pueda ser reconocida la verdad del Mesías.”.
La pregunta sobre la identidad de Jesús es una pregunta viva, una pregunta siempre abierta; una pregunta que no puede quedar encerrada y atrapada en respuestas dogmáticas y prefabricadas.
La crisis del cristianismo es la crisis del encierro de la pregunta de Jesús y el reducir una supuesta fe, a fórmulas.
Otra vez recurrimos a Pagola: “Por desgracia se trata con frecuencia de fórmulas aprendidas a una edad infantil, aceptadas de manera mecánica, repetidas de forma ligera y afirmadas verbalmente más que vividas siguiendo los pasos de Jesús. Confesamos a Cristo por costumbre, por piedad o por disciplina, pero vivimos con frecuencia sin captar la originalidad de su vida, sin dejarnos atraer por su amor apasionado, sin contagiarnos de su libertad. Paradójicamente, la «ortodoxia» de nuestras fórmulas doctrinales nos puede dar seguridad, dispensándonos de un encuentro más vivo con Jesús. Hay cristianos muy «ortodoxos» que viven una religiosidad instintiva, pero no conocen por experiencia lo que es nutrirse de Jesús. Se sienten propietarios de la fe, alardean incluso de su ortodoxia, pero no conocen el dinamismo del Espíritu de Cristo”.
Detrás, como casi siempre, se esconde el miedo.
Por eso, brillantemente, Javier Melloni nos advierte: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.”
¡No nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que somos! Tenemos miedo de tanta belleza y de tanta luz. Tenemos miedo de dejar nuestras seguridades, tenemos miedo de cruzar el abismo de la personalidad y de la muerte. Tenemos miedo a la libertad.
La clave está en el Espíritu. El Espíritu que nos habita es nuestra verdadera identidad, más acá y más allá de nuestra personalidad. El Espíritu de Dios es el mismo y único Espíritu, el Espíritu de Jesús y el nuestro.
“Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Juan 16, 13).
Solo el Espíritu nos revela quien es Jesús y quienes somos nosotros. Solo el Espíritu revela la identidad profunda.
Volvamos a ver “el pájaro real” de Krishnamurti y no nuestras etiquetas mentales. Volvamos al Jesús real y no a nuestros conceptos sobre él. Vivamos desde la esencia, desde el Espíritu.
Este “desde” es la clave.
Emprendamos este apasionante viaje y dejemos que la pregunta de Jesús nos desinstale. Es un viaje extraordinario, sin retorno. Es el viaje más importante de la vida, el viaje de un éxtasis perenne. El viaje del descubrimiento del Amor y de la Luz que todo lo llenan.
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