El evangelio de hoy nos presenta el tema de la oración. El
evangelista Lucas es muy sensible a esta tema; a menudo lo sugiere en su
evangelio y nos presenta a un Jesús orante.
La oración: sin duda un aspecto fundamental en el ser humano y en
todas las religiones. Desde siempre el ser humano reza, de una u otra forma.
También lo que se profesan “ateos” viven de alguna manera formas de oración.
Porque “orar” – como afirma muy ajustadamente el teólogo español
Juan María Castillo – es “expresar un deseo”. ¿Y quién no tiene deseos?
Esencialmente el ser humano es “deseo de infinito” hecho carne e
historia. Dicho de otra manera: es anhelo de infinito, de inmortalidad, de vida
eterna y plena; el anhelo de un amor infinito nace con cada ser humano y nos
acompaña siempre.
Decía el filosofo francés Gabriel Marcel: "Amar a una persona es decirle: tú no morirás".
Tan importante entonces es el deseo, tan importante es la oración.
Porque nos mueve de nuestras comodidades, de la conformidad, de una vida
superficial y, a veces, sin sentido.
Orar entonces es mucho más que “pedir”. Una visión muy exterior de
Dios desvirtuó tanto la oración que casi la identificamos pura y llanamente con
pedir.
“Decime en que Dios crees y te diré como rezas”, recita un
conocido refrán. En otras palabras: según la experiencia de Dios que uno tiene
así será su oración.
Comprendida desde un nivel más profundo, desde una experiencia de
Dios como unidad y raíz de todo lo existente, la oración se transforma en algo
fresco, vital, nuevo, transformador. Comprendemos que orar es esencialmente
agradecer, contemplar, dejarse amar, hundirse en el silencio eterno.
¡Qué hermosa entonces es la oración!
Hacemos un pasito más. Fundamental pasito.
“Pidan y se les dará, busquen y
encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abrirá…” (Lc 11, 9-10).
¿Cómo comprender estas otras enseñanzas de Jesús sobre la oración?
Por mucho tiempo no lograba comprenderlas cabalmente: ¿no estamos
siempre necesitando algo? ¿No nos falta siempre algo?
Desde un tiempo, esencialmente desde que comencé a meditar con
fidelidad, se me hizo la luz. Hermosa luz.
Jesús apunta a la autentica realidad, a nuestra más profunda
identidad. Siempre Jesús nos invita – así también Buda y los auténticos
maestros espirituales – a descubrir nuestra raíz, lo eterno en nosotros, lo que
somos. Nos invita a salir de la ignorancia, de la confusión. Nos invita a
trascender la estrechez mental y el ego, en definitiva.
El ser humano no es un manojo de deseos y necesidades. Deseos y
necesidades hacen parte de nuestro ser más superficial y son herramientas que
Dios nos puso en el corazón para que descubriésemos nuestro auténtico ser. Por
eso el deseo bien vivido es clave. Por eso el deseo es oración, porque nos
empuja a bajar a la raíz, a trascender lo superficial y la apariencia.
Llegados, mejor dicho, descubierto nuestro autentico ser hasta el deseo y los
deseos dejan de tener importancia. El budismo siempre lo ha enseñado: la paz y
la felicidad surgen límpidas y plenas en ausencia de deseo.
Desde occidente
hemos muchas veces mal interpretado todo eso suponiendo que significaba un
amputación de algo muy humano. Nada de eso: la supresión del deseo en el
budismo nace justamente por sobreabundancia, no por falta. Si descubro la
plenitud, ¿qué más hay que desear? El evangelio lo dice con las hermosas
parabolitas del tesoro escondido y la perla fina: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro
escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de
alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se
parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al
encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.” (Mt
13, 44-46).
Descubierto el tesoro o la perla, ¿queda
algún deseo?
“Pidan y se les dará, busquen y
encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abrirá…” expresa que en el fondo ya somos lo
que anhelamos y, por ende, ya lo tenemos todo.
En las lúcidas palabras de Enrique Martínez:
“Somos ya lo que nuestro corazón anhela. No hay ninguna distancia entre lo que
somos y lo que anhelamos, excepto la ignorancia que nos impide verlo. Y desde
esa identidad profunda, la “intercesión” funciona: somos una gran Red, y todo
repercute en todo. Por eso, la “oración” siempre llega a las personas por
quienes oramos.”
Así podemos también comprender esta
palabras de Jesús en el evangelio de Marcos (11, 22-24):
“Tengan fe en Dios. Porque yo les aseguro
que si alguien dice a esta montaña: “Retírate de ahí y arrójate al mar”, sin
vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo
conseguirán.”
Ya lo tenemos todo, porque en el fondo lo
somos todo. Claro: en una experiencia humana limitada. Dios se vive en
nosotros, Dios quiere vivirse y experimentarse como persona humana. Lo
ilimitado se manifiesta en lo limitado y lo eterno en lo temporal.
Depende desde donde me vivo. Si me vivo
desde lo que soy viviré en una constante sensación de plenitud y los deseos y
necesidades los asumiré desde la paz. Si me vivo desde los deseos y necesidades
– el ego en el fondo – viviré siempre con cierta insatisfacción y angustia.
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