La liturgia de hoy nos regala un texto
fascinante y rico en símbolos: la transfiguración de Jesús.
Mateo construye hábilmente el relato
haciendo referencia al capitulo 24 del libro del Éxodo donde se narra la
teofanía del Sinaí. Los paralelos son evidentes: Mateo quiere mostrarnos que
Jesús es el nuevo Moisés.
Los símbolos y las metáforas del relato
son muchas y hablan por sí solas: la luz, el blanco, la voz de cielo, las
carpas, la presencia de los profetas y los íntimos de Jesús.
A partir de todo esto y yendo más allá,
¿qué nos quiere decir y comunicar el relato de la transfiguración?
La palabra misma – transfiguración – resuena en el corazón humano sugiriendo hermosas
realidades y valores: la transparencia, la coherencia, la belleza, la paz, la
luminosidad.
¿Por qué Jesús es una persona transfigurada?
En otras palabras: ¿por qué Jesús era
transparente, coherente, bello, pacifico y luminoso?
La respuesta es tan sencilla como
revolucionaria. Tan simple como profunda.
Jesús
era plenamente humano. Como sintetizó maravillosamente
Leonardo Boff: “Tan humano, solo Dios”.
Traduciendo: solo un Dios podría ser tan plenamente y bellamente humano.
Estamos en el centro y la clave del
cambio de paradigma que se está dando en la conciencia humana y que los
cristianos tenemos concentrado en el Misterio de la Encarnación: Jesucristo es
plenamente y totalmente humano y divino.
El paso decisivo que nos exige este
cambio de paradigma es comprender que la realidad entera, el Universo entero,
es también así. La realidad – como siempre la iglesia supo y la Escritura
anuncia – es cristiforme. Dios creó
en Cristo, con Cristo, por Cristo nos dice la Palabra en varios lugares.
Todo tiene forma de Cristo. Es decir:
todo es divino-humano.
No hay separación entre humanidad y
divinidad. Lo que Jesús es y descubrió en su vida, todos lo somos y todo lo es.
Esto parece – y es – tan increíble y maravilloso que nos cuesta creerlo y
aceptarlo. Por eso en la vida de la iglesia y de los cristianos entró el virus
de la separación y hemos aislado al Maestro de Nazaret en un nicho
inalcanzable. A partir de ahí entró también la creencia en una divinidad
separada. Nos percibimos separados de Dios, entre nosotros, con la creación. La
realidad es que no hay separación y – dicho al pasar –, la física cuántica
confirma admirablemente todo eso: solo hay luz (el símbolo central de la
transfiguración… ¿será casualidad?), solo energía, solo vacío. Luz, energía y
vacío que se condensan y toman formas: todo lo que vemos y experimentamos.
Todo esto ¿qué significa para nuestro
diario vivir?
En palabras de Willigis Jäger: “No es nuestra vida la que vivimos, es la
vida de Dios”.
Es lo que todos los místicos de todas
las tradiciones espirituales vivieron y anunciaron. Los cristianos hemos
perdido el camino místico y nos hemos enfrascado en el callejón sin salida del
rito y la moral. Es hora de volver a Casa. Volviendo a Casa recuperaremos
también un rito y una moral humanizantes.
La transfiguración – y Jesús
transfigurado – sugieren entonces que el camino para encontrarse con Dios y
transparentarlo es el camino de nuestra plena humanización.
Podríamos resumirlo con otra frase: “Cuanto más humanos, más divinos”.
Viviendo nuestra humanidad y
desarrollando las potencialidades y dones de cada uno descubriremos ahí mismo
el rostro resplandeciente de lo divino.
Y parte esencial de nuestra humanidad es
lo que llamamos “trascendencia”: no somos los dueños del Ser, somos sus
guardianes.
“Guardianes
del ser”: hermosa expresión que el filósofo alemán Martin Heidegger
reservaba a filósofos y poetas, pero que podemos aplicar a cada persona en
sincera búsqueda de su verdadera identidad.
La trascendencia
indica que hay siempre algo más, que
somos siempre algo más. Que somos,
justamente, un don. El ser nos es regalado.
Vivir a pleno nuestra humanidad es
también – y sobretodo – descubrir eso: el
don del ser. Don del ser: siempre nuevo, siempre más de lo que suponemos o imaginamos.
Descubierto el don será más espontanea y
liberadora la vivencia de los valores que nos hacen plenamente humanos:
solidaridad, justicia, fraternidad, compasión, amor.
En etapas y momentos de la vida tendremos
que empezar a buscar el “don del ser” a partir del esfuerzo por vivir estos
mismos valores humanos.
Pero una vez descubierto la vida se
trasformará en una fiesta y una danza. La danza del Ser que baila en nosotros.
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