En este segundo domingo de Adviento la
iglesia nos presenta la figura de Juan Bautista, uno de los tres personajes
claves del Adviento, junto con María y el profeta Isaías.
La figura del Bautista es fascinante y
sugestiva: misterioso, austero, solitario, profético.
Marcos asocia la vocación del Bautista
al texto de Isaías: “voz que grita en el
desierto…preparen los caminos del Señor”.
Tal vez en esta definición podamos
encontrar los rasgos esenciales de Juan que nos pueden ayudar en nuestro camino
espiritual y en esta preparación inmediata a la Navidad.
¿Será
otra Navidad igual? ¿Otra rutina de fiestas y comilonas? ¿Otra Nochebuena –tal
vez con Misa incluida – que no incide mucho en nuestra vida?
Todo depende de la preparación. Juan es el maestro del preparar, de aquel que crea las
condiciones para el encuentro, para
la experiencia.
En realidad los seres humanos no podemos
aspirar a mucho más: se nos pide crear las condiciones, prepararnos, allanar
los senderos torcidos del ego…
No podemos aspirar a mucho más porque
todo está ya dado y regalado. Se nos pide recibir el don, la vida en
abundancia, la plenitud que late en el aquí y ahora.
Es el bautismo con Espíritu Santo que el
Bautista anuncia y el Cristo nos revela y nos regala.
La voz resuena en el desierto y sin
desierto no hay voz. Ahí radica la preparación, ahí la clave de comprensión.
Ahí se dan las condiciones para el encuentro con el Cristo Viviente.
Prepararse a la Navidad y crear las
condiciones para que se pueda dar una auténtica experiencia de Dios requiere
desierto: soledad, silencio, lucha.
La soledad que permite descubrir el
verdadero rostro del Dios que es comunión, del Dios que todo lo llena y que en
todo se manifiesta.
El silencio que solo permite la escucha
y el reconocimiento de la única voz: la de la conciencia y del Cristo interior.
Dos voces, una misma voz. El silencio que solo permite escucha la Palabra y
decir palabras de vida.
La lucha. En el desierto nos
encontramos solos y desamparados. A solas con nuestros demonios: pasiones,
deseos, fantasías, heridas, rencores. Solo en el desierto los podemos
reconocer, asumir, transformar.
El desierto con sus soledades, sus
silencios y sus luchas produce la autenticidad:
otro rasgo del Bautista, otro rasgo del Maestro de Nazaret.
Ser uno mismo: felicidad suprema, paz
definitiva. No tenemos que agradar a nadie, ni a Dios. No precisamos mascaras y
aplausos. No necesitamos imitar a nadie. Es un camino largo y doloroso… desde
niños nos exigen ser quienes no somos, nos exigen aparentar, nos condenan y nos
frustran… es un camino doloroso pero esencial. Salir del aparentar los que los
demás se esperan de nosotros para descubrirnos y ser fieles a nosotros mismos.
Necesitamos vivir el don original que
cada uno es: eso hizo el Bautista, eso hizo Jesús, eso hicieron los sabios,
santos y maestros de la humanidad.
En el desierto se aprende que Dios no hay que pensarlo, agradarle,
servirle, rezarle… Dios simple y extraordinariamente se vive.
Cuando empezamos a amarlo – entonces y
solo entonces – el desierto deja instantáneamente – como por milagro – de ser
“desierto” y se transforma en jardín: la arena se convierte en refrescantes
oasis, las flores salpican de hermosos colores el paisaje, el calor no quema
sino alienta y sostiene, arboles frutales aparecen y la soledad es habitada por
todos los seres.
Vida abundante en definitiva, la vida
que Jesús vino a regalarnos y revelarnos: “Yo
he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Este
es evangelio. Todo lo demás son nuestros – oportunos o inoportunos poco importa
– inventos. Inventos dictados por el miedo: miedo al amor, a sentirnos amados,
a amar. Miedo al desierto que justo en este Adviento se nos invita a atravesar
con confianza.
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