“Tan
efímera la vida, y tan bella”: hace unos cuantos días que me persigue
amorosamente y poderosamente este pensamiento. Más que pensamiento: esta
vivencia.
Tan
efímera la vida, y tan bella.
Un acontecimiento de estas últimas horas
me impulsó a escribir esta reflexión y compartirla con ustedes: amigos y
hermanos, amigas y hermanas.
Desde unos cuantos días me había dado
cuenta que una hermosa parejita de pajaritos – no sabría decirles el nombre –
había hecho su nido en el viejo nicho donde se encontraba el medidor de la luz.
Había quedado un pequeño espacio abierto, suficiente para que la parejita
pudiera hacer del nicho abandonado su digna morada. Pocos días atrás pasando
delante del nicho convertido en nido oí con sorpresa un delicado trinar: ¡había
pichones! Si… apoyando el oído a la entrada del nido se oían claramente las
voces de los pequeños clamando por sus padres y por comida, imagino.
Pasando por el nido – queda justo en una
pasada que recorremos varias veces al día – mamá o papá pájaro salían rápidos y
asustados, dejando con secreta confianza el nido sin custodia. Unas que otras
veces me acerqué intentando mirar a los pichoncitos… apenita pude entrever unas
plumitas, tan al fondo del nido estaban, tan bien escondidos a miradas
extrañas, tan bien custodiadas estaban las tiernas vidas.
Ayer la amarga sorpresa: el nido en el
suelo, un pichón muerto cerca de su ex-casita, restos de otros desparramados,
tal vez obra de algún gato hambriento y atento.
Es muy probable que el escaso sentido de
diversión de alguien haya acabado con el nido y las vidas nacientes. O, tal
vez, una escasa atención al otro, un escaso a amor a la naturaleza. O simple
inconsciencia.
¡Cuantas horas para construir el nido!
¡Cuantas horas cuidando a los huevitos! ¡Cuánto amor derramado a los
pichoncitos!
Todo esfumado en unos dolorosos segundos.
Tal vez poco importe la causa: ¡tan efímera la vida, y tan bella! Queda
esta profunda verdad.
Después del triste descubrimiento me iba
apesadumbrado rumbo a la capilla cuando pasé delante de un rosal que plantamos
el año pasado y un lindo pimpollo rojo estaba abriendo: ¡tan efímera la vida, y tan bella!
En el espacio de unos minutos pude vivir
la profunda verdad de esta ley universal: ¡tan
efímera la vida, y tan bella!
Me sonrió la rosa naciente, sin duda
consciente de la muerte de los pichones y de mi tristeza. Devolví la sonrisa a
la amiga rosa: sin duda en su florecer viven los pichones y el dolor de sus
padres.
Me acordé de la sentencia del maestro
zen Shunryu Suzuki: “Cuando entendemos la
verdad de la impermanencia y hallamos nuestra serenidad dentro de ella, nos
encontramos en el nirvana”.
Dicho de otra manera: ¡tan efímera la vida, y tan bella!
Cuando disfrutamos de la belleza
infinita de la vida, dejándola ser
con todas sus facetas y matices, nos encontramos en Dios. Dejamos que Dios nos
viva y se experimente a sí mismo a través de nosotros.
Sin duda es, para mi, la experiencia más
profunda y autentica de la divinidad.
Me siento Uno con el Universo, me
percibo Uno con todo lo que vive, Uno con esta Vida tan bella y frágil. Todo
cambia, todo pasa, todo se transforma, todo muere: pero siempre “adentro” de la
divinidad, “adentro” del único Amor.
Las experiencias de esta tremenda y
esencial verdad son numerosas, todos los días.
Disfrutamos de una rica comida… hay que
lavar los platos.
Disfrutamos de una hermosa fiesta
familiar… se termina, todos se van, se vuelve a trabajar. Y los excesos se
pagan con resaca…
Disfrutamos de la pareja, de las lindas
amistades… de alguna manera se transformarán y también pasarán.
Disfrutamos de nuestras plantas y
flores… morirán antes o después o algún percance nos las arrebatará.
Disfrutamos de nuestros amores… también
pasarán.
Nuestra prenda favorita se gastará,
nuestra mascota morirá, nuestros objetos más queridos se romperán, la flauta de
mi amigo Daniel se callará, el sabor de los platos de padre José se esfumarán,
los placeres del sexo también se apagarán rápido… y tal vez - la experiencia de muchos lo confirma - cuando todo parece "andar bien", según nuestros cortos criterios, un accidente, una enfermedad, una muerte improvisa....
La Palabra de Dios
también subraya esta experiencia:
“Palabras de Cohélet, hijo de David, rey en
Jerusalén.
Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet.
¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad!
¿Qué provecho saca el hombre
de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?” (Ecl 1, 1-3)
La sabiduría y la
verdad no son patrimonio de nadie y lo que es realmente expresión de la
Silenciosa Verdad, lo encontramos en todas las tradiciones religiosas y
espirituales.
Este carácter impermanente y efímero de
la vida ¿tiene que ponernos tristes o
angustiados?
¡Al revés! Es la fuente de la auténtica
paz y de la alegría.
Paz y alegría que solo comprenderemos en
el silencio. En el silencio y en la quietud aprenderemos a morar en lo
permanente que se manifiesta en lo efímero.
Aprenderemos a respetar y amar la
manifestación efímera de la vida.
Solo en el silencio aprenderemos a amar
esta Vida tan bella que se expresa tan frágilmente.
Solo en el silencio aprenderemos a amar
unos pichones de pájaros que hoy están y mañana no y a una rosa que hoy te
sonríe y mañana tal vez ya no esté…
Tan
efímera la vida, y tan bella.
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