viernes, 30 de junio de 2023

Mateo 10, 37-42


 

 

El evangelio de hoy nos invita a la radicalidad del amor y de la entrega. Es un texto fuerte y exigente y que, con frecuencia, generó malentendidos y angustias.

 

El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (10, 37).

 

¿Cómo entender este versículo que abre nuestro texto?

 

Amar a los padres… ¿no es uno de los principales mandamientos?

Amar a los hijos… ¿no es una de las tareas más importantes y más hermosas que Dios nos confía?

 

Es muy probable que el versículo en cuestión, no refleje palabras de Jesús, sino subraya la intención del evangelista de enaltecer la figura de Jesús para que la comunidad se centre en él y en sus enseñanzas.

Tomado el versículo en su sentido literal, parece hasta absurdo y contradictorio: Jesús, que hizo de su vida una total entrega, se convertiría en autorreferencial, pidiendo un amor exclusivo para él… Sería algo como: “¡Tienen que amarme solo a mí!”.

Sabemos además que Jesús – como un auténtico maestro – no ataba los discípulos a su persona, sino que los dejaba libres; en muchos casos hasta impidió que lo siguieran: “El hombre del que salieron los demonios le rogaba que lo llevara con él, pero Jesús lo despidió, diciéndole: «Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti»” (Lc 8, 38-39).

 

Si tomamos el versículo 37 en un sentido literal, se desprende una imagen de un dios casi egoísta.

 

En realidad, desde una lectura mística y simbólica, el texto apunta a la profundidad de lo real, a la esencia del Misterio.

 

Como afirma brillantemente Enrique Martínez Lozano: “¿Quién o qué es ese “mí” del que se habla en términos absolutos, como lo único realmente real y lo único por lo que merece postergar todo lo demás? Cuando se sale de la creencia dogmática y se vive un proceso experiencial de autoindagación, la respuesta se abre paso de manera luminosa: ese “mí” no es la persona del Maestro de Nazaret, ni tampoco otro yo particular. Ese “mí” alude a una realidad transpersonal - más allá de todos los yoes o personas -, a Aquello que constituye el Fondo de todo lo real, la identidad última, única y compartida, que somos.”    

 

Jesús es nuestro espejo: mirandonos en él, descubrimos lo que es el amor y lo que significa vivir desde el amor. Se nos revela el secreto de la existencia: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (10, 39).

 

Lo que entregamos, lo recibimos y lo que retenemos, lo perdemos; es una de las leyes del Universo, un Universo que refleja lo que Dios es y como actúa.

 

Todo se nos regala. Todo es un don, comenzando por la vida y por el aliento de este momento. Tu respirar en este instante es un regalo y un regalo que vive de la dinámica del dar y del recibir: inspiro y expiro. Lo mismo revela nuestro corazón: sístole y diástole.

La gratuidad se expresa y se revela en el sagrado ritmo del dar y del recibir.

 

¿Qué es el amor? ¿Cuál es el secreto de la vida?

 

Doy y recibo, sabiendo que todo es un don. Es un don mi dar y es un don mi recibir; es un don lo que doy y es un don lo que recibo.

 

Desde esta comprensión ya no hay cosas importantes y cosas menos importantes: “Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa” (10, 42).

 

Lo importante, lo que transforma todo, es la actitud interior, es la verdad interior con las cuales hacemos las cosas.

Y la “recompensa” ya está comprendida en el mismo “dar”, ya está otorgada.

Es la misma “recompensa”, ya incluida en la gratuidad y el secreto de la oración: “Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6).

 

San Bernardo lo dijo maravillosamente: “El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar.”

 

 

 

 

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