sábado, 7 de octubre de 2023

Mateo 21, 23-33


 

El texto de hoy se puede leer como una parábola o una alegoría y es, sin duda, uno de los textos más duros de todo el evangelio.

 

La imagen de la viña es muy usada en la biblia y representaba al pueblo de Israel: famoso y hermoso el texto de Isaías 5, 1-7.

 

La comunidad cristiana, a través de esta parábola/alegoría, hace una relectura de la muerte de Jesús, de sí misma y de su misión: Jesús es el Hijo del Padre que Israel no aceptó y que sus autoridades mataron y la comunidad cristiana es el nuevo pueblo de Dios que dará los frutos esperados, que Israel no supo dar.

 

¿Cuál es el gran peligro al acercarnos y al leer este texto?

 

Es creer que solo se refiere al Israel del tiempo de Jesús y a sus autoridades… es la forma fácil y sutil de evadir nuestras responsabilidades y es la lectura ciega del ego espiritual.

 

Cada religión, cada nación, cada grupo social (y cada uno también) hace una relectura de la historia y de los acontecimientos desde su lugar, es decir, desde una perspectiva situada concreta, tanto a nivel histórico-social, como psico-emocional: por eso es siempre una perspectiva y no “La Perspectiva”, es siempre un acercamiento a la verdad y no “La Verdad”.

 

Los judíos, obviamente, hacen una relectura distinta de este texto, de la muerte de Jesús y de la comunidad cristiana.

 

¿Dónde está la verdad?

¿Dónde está la lectura correcta?

 

Siempre más nos estamos dando cuenta – y las ciencias los confirman de manera contundente – de lo fundamental de una visión integral. Cada perspectiva y cada relectura es válida y fecunda en la medida que no excluye a las demás visiones. Cuando nos encerramos en nuestra visión, caemos en el fanatismo y en el dogmatismo, con los resultados evidentes de violencia, discriminación, intolerancia y parcialidad.

Siempre más nos damos cuenta que la verdad no es posesión de nadie, que es integral, no excluyente, y que tiene relación estricta con la realidad: si algo “es” y “existe” es porque está revelando algo de la verdad.

 

Volvamos a nuestro texto tan cuestionador.

 

Una de las claves la podemos encontrar en los “frutos”. La parábola gira alrededor de este término: quizás sea el eje del texto y su clave de lectura más profunda.

Parece que en la viña no hay lugar para los que no dan frutos. Recordemos la maldición de Jesús a la higuera estéril: “Al ver una higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero no encontró más que hojas. Entonces le dijo: «Nunca volverás a dar fruto». Y la higuera se secó de inmediato” (Mt 21, 19).

 

Estamos en este mundo, viviendo esta experiencia humana, ¡para dar frutos!

Dios espera frutos. La vida se nos regala para que la vivamos, para manifestar la belleza, la creatividad, el entusiasmo. La vida por sí misma es fecunda. Todo es fecundo. Quien no da fruto va en contra de la ley esencial del universo.

Cada cual vino a revelar una luz especial, cada cual vino a dar frutos únicos, cada cual vino a mostrar algo del Misterio de Dios: ¡que belleza! ¡qué extraordinario!

 

Este es el sentido más profundo de la vida y si no lo comprendemos, encerrándonos en nosotros mismos, nos secaremos y el Espíritu buscará otros caminos para revelarse.

Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde” (Jn 15, 5-6)

 

Es lo que lo ocurre a los viñadores homicidas. Están obsesionados con la herencia, como el hijo prodigo de la parábola de Lucas.

 

La herencia: causa de muchos conflictos y sufrimiento. La herencia – en su sentido más amplio y no solo material – no se puede desgajar de la raíz, sino pierde su significado y su sentido. Por eso escribe el gran psicoanalista italiano, Massimo Recalcati: “La autoridad simbólica del padre ha perdido peso, se ha eclipsado, ha llegado irremisiblemente a su ocaso”.

 

Cuando no reconocemos de donde venimos, cuando no reconocemos y no amamos nuestras raíces, el ego se encargará de “matar al padre”, en sus distintas manifestaciones simbólicas.

 

Hemos matado a Dios”, reiteraba Nietzsche.

Y nuestro mundo loco sigue matando, para quedarse con la herencia. Seguimos con los fanatismos religiosos que matan la libertad y la búsqueda sincera de tantos. Seguimos con dictadores y gobiernos, que matan a los pueblos para quedarse con la herencia, en este caso, muy material también.

 

El olvido de las raíces causa estragos y abre autopistas para el ego.

 

Para dar frutos, estamos llamados a reconectar con nuestra raíz esencial: el Espíritu. Nada es nuestro y todo es nuestro. El Padre misericordioso ya se lo había dicho al hijo menor: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15, 31).

 

El genio de Pablo también lo vio: “En consecuencia, que nadie se gloríe en los hombres, porque todo les pertenece a ustedes: Pablo, Apolo o Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 21-23).

 

Extraordinario y conmovedor San Juan de la Cruz: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón.

 

Cuando descubriremos que la herencia ya es nuestra, terminará la violencia.

Cuando descubriremos la raíz eterna y el amor que somos y que nos habita, los frutos se producirán por si solos.

Cuando abriremos la mente y el corazón a la realidad con un amor compasivo, todo será belleza y fecundidad.

 

 

 

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