lunes, 9 de enero de 2017

Laicidad, balconeras y tarjeta





En estos últimos tiempos la sociedad uruguaya y con ella la iglesia entró en una especie de debate que todavía sigue en las redes sociales.
Resumo en tres grandes temas: laicidad, balconeras y tarjeta de afinidad del Club Católico.
El tema de la laicidad y del laicismo de la sociedad uruguaya fue sacado a luz por unas declaraciones del Card. Sturla. De rebote se comenzó a hablar de las balconeras y lo último fue lo de la tarjeta.
No me gusta y no es mi estilo entrar en polémica y menos en las redes sociales: tengo cosas más útiles e importantes para hacer; cosas que me nutren y alegran el día a día. Por ejemplo: cuidar mi ciruelo, meditar, dar una mano para construir una piecita a una familia necesitada, leer, escribir, jugar con los niños, acompañar y, si es posible, aliviar el dolor. Solos unos pocos ejemplos.
En este caso puntual siento que una palabra la puedo decir y tengo que decirla: simple opinión personal. Opinión fruto de mi experiencia de vida. Pueden tomarla o dejarla. Pero si, sigan felices por favor.
Las discusiones que se están dando sobre el tema de la laicidad me parecen bastante inútiles: un intercambio de opiniones justamente – no raras veces muy superficial – que deja los interlocutores tal como estaban. Cada cual generalmente sigue con su opinión y con algún que otro enojo o enemigo más.
Laicidad o no laicidad, laicismo o no laicismo, la sociedad es la que es. El cristiano y la iglesia pueden ser lo que son. La luz brilla por si sola y no necesita ningún permiso para brillar.
El problema radica justo aquí según mi parecer: ¿brilla la luz?
Si la luz brilla que el Estado haga lo que quiera. La identidad cristiana y la misión de la iglesia – la luz que brilla por si sola – no radica en balconeras, tarjetas y cosas por el estilo.
Atuendos eclesiásticos, balconeras y tarjetas son signos que pueden decir algo o no: depende. Depende de muchas variables.
Fundamentalmente depende de la honestidad de quien los manifiesta y de la honestidad de quien los recibe. Es esta honestidad que está en juego. Veo prejuicios por los dos lados: de la iglesia y de los defensores radicales de la laicidad. Cada lado tiene miedo, miedo a perder quien sabe cuales privilegios y cuales espacios.
Con los miedos no se hace nada. Porque es el miedo el opuesto del amor, no el odio. No se puede amar y temer al mismo tiempo: lo afirman multitudes de psicólogos y místicos de todos los tiempos.
Los miedos se expresan en una falta de honestidad – muchas veces inconsciente – y en prejuicios de todo tipo. También los miedos generan otra fatalidad: la sensación de inseguridad. Sensación que se refleja en la iglesia en un retorno de muchos sectores a un estilo de vida que recuerda el Concilio de Trento (para los no tan buenos en historia estamos hablando del año 1545).
Solo el amor puede centrarnos. Porque solo el amor vislumbra la identidad: nuestra como cristianos y como iglesia y también la de los no-cristianos, no-católicos, ateos y laicistas.
La autentica identidad es compartida. Somos humanos. Esto importa. Esto es lo común. Esto y solo esto es lo que nos define de alguna manera. Dejemos de fragmentar, de vivir con espíritu de secta.
Laicistas y no-laicistas, católicos y no-católicos compartimos la misma identidad que se expresa en la maravilla de un ser humano. Todo lo demás se escapa a la verdadera identidad: son construcciones mentales e ideológicas que reflejan culturas, educación e historia y que pueden enriquecer o no la común identidad. Otra vez: depende.
Los signos sirven solo y cuando expresan y revelan esta común identidad: el Único Amor. De otra manera son signos que no se entienden, que dividen, fragmentan. O, en el mejor de los casos, tiempo perdido.
Por siglos como iglesia hemos intentado imponer la luz, más o menos conscientemente y abiertamente. La luz no se impone. Ni si propone. La luz ilumina.
Hemos manipulado conciencias y dictado normas morales exteriores sin dar pistas para la interioridad. Hemos creado una identidad superficial que se está cayendo en pedazos. La iglesia se propuso más como dueña o madrastra que como Madre que sabe soltar a sus hijos para que vivan libres y beban a su propio pozo.
Es hora de volver a casa. Es hora de volver a la común y auténtica identidad.
Yo como cristiano puedo decir que el descubrimiento de mi identidad radical me es regalada por Cristo. Los demás digan lo que quieran, vivan como quieran y busquen su identidad adonde quieran (en el respeto y la tolerancia, no haría falta decirlo). ¿Cuál es el problema? A la pregunta sobre la identidad fundamental no se escapa: ¡tranquilos! Porque no se escapa a las raíces comunes de nuestra humanidad: nacimiento, dolor, amor y muerte.
Los cristianos podemos y debemos estar ahí, siendo luz. Sin defender posturas ideológicas o espacios públicos. La verdad, la verdadera verdad que poco tiene que ver con ideologías, se defiende sola. Como la luz brilla por si sola. Cuanto más la luz encuentra transparencia, más puede brillar. Ahí se nos revela otro eje: la transparencia. Ser transparentes a la luz.
Si somos transparentes a la luz – la misma luz que ilumina a todo hombre de toda época, cultura, historia y religión, laicista o menos – no necesitamos balconeras ni tarjetas. Ni discusiones infinitas sobre la laicidad. Todos temas, en definitiva, secundarios.
¿Te gusta la balconera y la tarjeta del club católico? Úsalas tranquilo. Yo mismo puse afuera de la parroquia una balconera que me regalaron. ¿Quieren discutir? Discutan tranquilos.
Solo déjennos vivir y respirar. Solo queremos disfrutar de la vida en abundancia que Jesús nos reveló y regaló (Jn 10, 10).
Y prefiero estar donde la vida real pasa y se manifiesta: la sonrisa de los niños, la hermana muerte, las lágrimas de mis hermanos, el trinar de los gorriones que hoy están y mañana no. Gracias.






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