En estos últimos tiempos la
sociedad uruguaya y con ella la iglesia entró en una especie de debate que
todavía sigue en las redes sociales.
Resumo en tres grandes temas:
laicidad, balconeras y tarjeta de afinidad del Club Católico.
El tema de la laicidad y del
laicismo de la sociedad uruguaya fue sacado a luz por unas declaraciones del
Card. Sturla. De rebote se comenzó a hablar de las balconeras y lo último fue
lo de la tarjeta.
No me gusta y no es mi estilo
entrar en polémica y menos en las redes sociales: tengo cosas más útiles e
importantes para hacer; cosas que me nutren y alegran el día a día. Por
ejemplo: cuidar mi ciruelo, meditar, dar una mano para construir una piecita a
una familia necesitada, leer, escribir, jugar con los niños, acompañar y, si es
posible, aliviar el dolor. Solos unos pocos ejemplos.
En este caso puntual siento que
una palabra la puedo decir y tengo que decirla: simple opinión personal.
Opinión fruto de mi experiencia de vida. Pueden tomarla o dejarla. Pero si,
sigan felices por favor.
Las discusiones que se están
dando sobre el tema de la laicidad me parecen bastante inútiles: un intercambio
de opiniones justamente – no raras veces muy superficial – que deja los
interlocutores tal como estaban. Cada cual generalmente sigue con su opinión y
con algún que otro enojo o enemigo más.
Laicidad o no laicidad, laicismo
o no laicismo, la sociedad es la que es. El cristiano y la iglesia pueden ser
lo que son. La luz brilla por si sola y no necesita ningún permiso para
brillar.
El problema radica justo aquí
según mi parecer: ¿brilla la luz?
Si la luz brilla que el Estado
haga lo que quiera. La identidad cristiana y la misión de la iglesia – la luz
que brilla por si sola – no radica en balconeras, tarjetas y cosas por el
estilo.
Atuendos eclesiásticos,
balconeras y tarjetas son signos que pueden decir algo o no: depende. Depende
de muchas variables.
Fundamentalmente depende de la
honestidad de quien los manifiesta y de la honestidad de quien los recibe. Es
esta honestidad que está en juego. Veo prejuicios por los dos lados: de la
iglesia y de los defensores radicales de la laicidad. Cada lado tiene miedo,
miedo a perder quien sabe cuales privilegios y cuales espacios.
Con los miedos no se hace nada.
Porque es el miedo el opuesto del amor, no el odio. No se puede amar y temer al
mismo tiempo: lo afirman multitudes de psicólogos y místicos de todos los
tiempos.
Los miedos se expresan en una
falta de honestidad – muchas veces inconsciente – y en prejuicios de todo tipo.
También los miedos generan otra fatalidad: la sensación de inseguridad.
Sensación que se refleja en la iglesia en un retorno de muchos sectores a un
estilo de vida que recuerda el Concilio de Trento (para los no tan buenos en
historia estamos hablando del año 1545).
Solo el amor puede centrarnos.
Porque solo el amor vislumbra la identidad: nuestra como cristianos y como
iglesia y también la de los no-cristianos, no-católicos, ateos y laicistas.
La autentica identidad es
compartida. Somos humanos. Esto importa. Esto es lo común. Esto y solo esto es
lo que nos define de alguna manera. Dejemos de fragmentar, de vivir con
espíritu de secta.
Laicistas y no-laicistas,
católicos y no-católicos compartimos la misma identidad que se expresa en la
maravilla de un ser humano. Todo lo demás se escapa a la verdadera identidad:
son construcciones mentales e ideológicas que reflejan culturas, educación e
historia y que pueden enriquecer o no la común identidad. Otra vez: depende.
Los signos sirven solo y cuando expresan y revelan esta común identidad: el Único Amor. De
otra manera son signos que no se entienden, que dividen, fragmentan. O, en el
mejor de los casos, tiempo perdido.
Por siglos como iglesia hemos
intentado imponer la luz, más o menos conscientemente y abiertamente. La luz no
se impone. Ni si propone. La luz ilumina.
Hemos manipulado conciencias y
dictado normas morales exteriores sin dar pistas para la interioridad. Hemos
creado una identidad superficial que se está cayendo en pedazos. La iglesia se
propuso más como dueña o madrastra que como Madre que sabe soltar a sus hijos
para que vivan libres y beban a su propio pozo.
Es hora de volver a casa. Es hora
de volver a la común y auténtica identidad.
Yo como cristiano puedo decir que
el descubrimiento de mi identidad radical me es regalada por Cristo. Los demás
digan lo que quieran, vivan como quieran y busquen su identidad adonde quieran
(en el respeto y la tolerancia, no haría falta decirlo). ¿Cuál es el problema?
A la pregunta sobre la identidad fundamental no se escapa: ¡tranquilos! Porque
no se escapa a las raíces comunes de nuestra humanidad: nacimiento, dolor, amor
y muerte.
Los cristianos podemos y debemos
estar ahí, siendo luz. Sin defender posturas ideológicas o espacios públicos.
La verdad, la verdadera verdad que poco tiene que ver con ideologías, se
defiende sola. Como la luz brilla por si sola. Cuanto más la luz encuentra
transparencia, más puede brillar. Ahí se nos revela otro eje: la transparencia.
Ser transparentes a la luz.
Si somos transparentes a la luz –
la misma luz que ilumina a todo hombre de toda época, cultura, historia y
religión, laicista o menos – no necesitamos balconeras ni tarjetas. Ni
discusiones infinitas sobre la laicidad. Todos temas, en definitiva,
secundarios.
¿Te gusta la balconera y la
tarjeta del club católico? Úsalas tranquilo. Yo mismo puse afuera de la
parroquia una balconera que me regalaron. ¿Quieren discutir? Discutan
tranquilos.
Solo déjennos vivir y respirar.
Solo queremos disfrutar de la vida en abundancia que Jesús nos reveló y regaló
(Jn 10, 10).
Y prefiero estar donde la vida
real pasa y se manifiesta: la sonrisa de los niños, la hermana muerte, las
lágrimas de mis hermanos, el trinar de los gorriones que hoy están y mañana no.
Gracias.
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