Hoy el evangelio nos presenta una de las páginas
más famosas y más bellas: las
bienaventuranzas. Hay autores que afirman que si se perdiera todo el
evangelio pero se conservara esta página tendríamos – de igual forma – todo el
mensaje evangélico resumido.
Es importante subrayar el contexto y el pre-texto:
Mateo quiere presentar a Jesús como el nuevo Moisés siguiendo así su propósito
de presentar al Maestro de Nazaret como el cumplimiento de las promesas de
Israel. Los paralelos con Moisés son muchos y fuertes: la montaña, la entrega
de la nueva ley, la actitud del maestro.
Y justamente de actitudes se trata. Las
bienaventuranzas expresan e indican actitudes frente a la vida. Dicho de otra
forma: una manera de ver.
No se trata en primer lugar de indicaciones
morales. Estas brotarán de las actitudes correctas.
Y todas las actitudes apuntan a lo mismo: la
felicidad.
El estribillo es constante y penetrante: “Dichosos…” o “felices…” Como un taladro que insiste hasta lograr su cometido.
Parece que Jesús nos quiere convencer de toda forma que el evangelio es para
nuestra felicidad y plenitud.
Sabe que no es fácil convencernos.
La historia del cristianismo lo demuestra de
sobra. Tantas veces hemos olvidado lo central, lo único necesario: la
felicidad. El evangelio es antes que nada – la palabra misma lo dice – “Buena
Noticia”.
Es tiempo de salir definitivamente de una creencia
que tenemos incrustada adentro: que la vida es una prueba, que la felicidad es
“para después”. Hay oraciones en la tradición cristiana que han alimentado y
alimentan estas creencias: recordemos solo la Salve Reina que habla de la vida
como “este valle de lágrimas”.
Este no es el Dios cristianos, el rostro de la
divinidad que Jesús vino a revelarnos.
Vinimos a este mundo para experimentar la vida en
su plenitud y la vida también está hecha de dolor y muerte. Pero la
experimentamos y la vivimos desde el gozo de ser.
El evangelio de Juan pone en
boca de Jesús estas formidables palabras: “yo
los elegí para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn
15, 11).
Jesús vino para eso. Vino para decirnos: la
felicidad es posible, Dios los quiere felices.
El budismo – interesante la acotación – lo dice al
negativo: la liberación del sufrimiento es posible.
¡Qué revolución! En un mundo siempre tenso,
preocupado, egoísta, la única revolución con sentido es la revolución de la
alegría.
La revolución cristiana es: la felicidad es
posible. La experiencia de plenitud está al alcance de la mano.
Eso si: hay condiciones. Hay actitudes. Hay una
manera de ver que nos revela la felicidad siempre presente. Y elegir el lado
más frágil y más débil nos ayuda a ver mejor.
Las bienaventuranzas nos revelan la manera de ver
ajustada, la manera de ver que hunde la mirada en nuestra identidad más
auténtica.
Cuando miramos correctamente, ¿qué vemos?
Vemos que la felicidad no es algo añadido a lo que
somos, no es algo que hay que lograr y conquistar. Es – increíblemente – lo que
somos. Es un regalo que viene de fábrica. La felicidad nace contigo, es la otra
palabra del ser.
¿Cómo no ser felices, siendo?
Esto hay que ver. Lo demás será consecuencia, será
vivencia de la alegría que somos.
Si la “felicidad” es lo que somos se caen por si
solas todas nuestras esquizofrenias y angustias.
Y desde la plenitud que somos viviremos el amor en
todas sus facetas: especialmente con la cercanía al que sufre y a aquel que
todavía no logró ver la plenitud que lo define, alimenta y sostiene.
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