Estamos en el comienzo de la actividad publica de
Jesús y Mateo, a través de una cita de Isaías (8, 23 – 9, 1), nos quiere
mostrar desde ya lo universal del mensaje del Maestro de Nazaret y del
evangelio.
Jesús es para todos, el evangelio es para todos:
no son patrimonio exclusivo de los cristianos y de la iglesia. El mensaje de
Jesús es mensaje de vida plena para cualquier persona que quiera escuchar, ver,
vivir. Más allá de su pertenencia explicita a la iglesia.
Por eso la invitación a la conversión que cierra
el texto de hoy: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4, 17).
Invitación que concuerda con la de Marcos: “El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la
Buena Noticia” (Mc 1, 15).
¿Por qué Jesús empieza su
misión y su predicación invitando a la conversión?
Para responder esto hay que
responder antes a otra y más importante pregunta:
¿Qué es la conversión?
Hay que salir urgentemente
del tinte moralista que hemos aplicado a la conversión. Convertirse no
significa volverse más bueno, más obediente, más fiel, etcétera….
La conducta ética será
siempre y solo una consecuencia: es esencial comprender esto.
La famosa “crisis de valores”
de la cual tanto se habla es en realidad la crisis de una manera de educar – en
la sociedad civil y en la iglesia – que no dio los frutos esperados. Hemos
educado esencialmente a cumplir normas exteriormente, sin cultivar la
interioridad: es la etapa infantil. Los niños cumplen reglas por miedo al
castigo. La madurez se refleja en la capacidad de sacar desde adentro el actuar
correcto, sin necesidad que alguien imponga o exija el cumplimiento de normas.
En la historia de la salvación es la etapa de los diez mandamientos, que Jesús
ya superó e invitó a superar y que a nosotros nos cuesta horrores superar.
Hagamos un pasito más.
La conducta ética, decíamos,
es consecuencia.
¿Consecuencia de que? De una
visión. De un ver. Aquí apunta el evangelio. Justo ayer de mañana me llegó –
como anillo al dedo – el compartir de un amigo y hermano sobre este tema.
Me decía que había entendido
la diferencia entre conversión y conexión y que lo que transformó su vida
fue justamente esta última.
Y – fantástica armonía – visión y conexión son parientes cercanos.
Cuando vemos podemos conectarnos.
La conversión así como el evangelio la entiende es aprender a ver.
¿Ver qué? Ver nuestra
identidad más profunda: “el Reino de Dios” en palabras del evangelio. El Amor
en otras palabras. Vida plena en lenguaje de Juan.
“El Reino de Dios está cerca” expresa eso: cerca porque está acá,
aquí y ahora. Es lo que eres. No cerca
en sentido espacial: está por llegar. Cerca
porque – en palabras de San Agustín – “es
más íntimo que nuestra misma intimidad”.
Convertirse es: veo lo que
soy. Veo lo esencial de lo real. Desde ahí todo surge y fluye maravillosamente.
Entonces la vida moral – necesaria por cierto – no será simple esfuerzo de
voluntad y experiencia casi constante de frustración. La vida moral será
vivencia serena de lo que somos.
Vivo lo que soy, porque vi lo que soy. Esta es la genuina
conversión que justamente se expresa mejor con la palabra conexión.
Es como si tuviéramos un
enchufe al alcance de la mano e intentáramos alumbrar con una pila: poca luz y
la pila se gasta.
Visto el enchufe basta conectarse
y la luz fluye, sin necesidad de pilas y baterías.
Con una esplendida y exclusiva
ventaja – me perdone UTE –: nunca hay apagón.
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