Hace unos días la Vida – a través
de un querido amigo – me sorprendió nuevamente con la llegada de la “Virgen
del Reencuentro”.
La urgencia era encontrarle un
lugar: ¿adónde quería estar esta hermosa y tierna imagen?
Casi sin darnos cuenta la Virgen
del Reencuentro se deslizó y se instaló en nuestra humilde y acogedora sala de
meditación.
Sin duda no fue casualidad.
Tal vez la Virgen quiere
enseñarnos que “meditar es reencontrarse”.
Hermosa palabra “reencuentro”.
Meditar es reencontrarse una y
otra vez con el Misterio que somos, que nos sostiene y que une el Universo
entero.
No alcanza con encontrarse una
vez. Necesitamos reencontrarnos con
nosotros mismos y con los demás. Aprender a vivir es aprender a reencontrarse. El
reencuentro subraya la importancia de la novedad, del saber ver y apreciar la
realidad con renovado estupor: ver con ojos nuevos.
El reencuentro subraya algo
esencial: todo está naciendo a cada instante. Yo no soy lo mismo de ayer: mis
células cambiaron, todo está continuamente muriendo y resucitando. La sensación
de continuidad viene de nuestra memoria y la necesitamos para vivir, pero lo
único real es el fluir de la vida que nos instala en otra y más profunda
estabilidad: la de la quietud y del silencio.
Quietud y silencio que
descubrimos y aprendemos a vivir meditando, con paciencia y perseverancia. La
calma es la verdadera fuente del reencuentro.
Reencontrase con uno mismo es
entonces descubrir el Misterio siempre presente y siempre nuevo. Reencontrarse
desde el silencio es descubrir nuestra propia virginidad. La “Virgen del Reencuentro”
nos invita a instalarnos en el lugar “virgen” de nuestro ser: lugar siempre
presente, lugar de nuestra identidad más honda.
Virginidad y reencuentro van de
la mano, como viejos amantes.
La virginidad tiene poco que ver
con lo biológico y lo físico o, por lo menos, no es lo esencial. La virginidad
tiene que ver con la novedad y el estupor, con el silencio y el asombro.
Justamente cualidades bellísimas
de María de Nazaret, así como el evangelio nos la presenta.
Ser virgen es reencontrarse y
reencontrarse – una y otra vez – es aprender a instalarse en la virginidad.
¡Experiencia maravillosa!
El reencuentro huele a nuevo, a
ropa recién lavada. Abre la puerta del Infinito, una y otra vez. El reencuentro
nos enseña a respetar el Misterio y a vivirse desde el Misterio: lo que
encontraste no es tuyo y solo el
perenne reencuentro te pertenece.
El reencuentro nos hace más
sensibles, más atentos, más disponibles. Reencontrarse con uno mismo y con los
demás nos abre al fluir de la vida y nos saca de las seguridades y los miedos
que bloquean y embretan la vida.
El reencuentro es característica exquisita femenina, que María de
Nazaret resume y concentra.
Es la mujer la que prepara los
reencuentros, que se alegra enormemente, que goza y hace fiesta. Sonríe la
mujer al reencontrarse con el amante, con los hijos, con los amigos. Sonríe y
recibe: como fuera la primera vez.
El reencuentro desarrolla lo
femenino en el mundo y nos abre a lo único fundamental: la receptividad y la
gratuidad.
Todo es un don. Absolutamente
todo: cada instante, cada lugar, cada cosa, cada aliento.
Saber recibir todo como un don es
el aprendizaje de toda la existencia.
La Virgen del Reencuentro nos acompaña.
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