“No podemos vivir en un mundo que no es el nuestro, en un mundo del que se
nos da una interpretación que no es nuestra. Un mundo interpretado no es un
hogar. Parte del terror es recuperar nuestra propia forma de escuchar, de usar
nuestra propia voz, de ver nuestra propia luz.”
Hildegarda de Bingen
Hildegarda de Bingen (1098-1179) fue una mujer excepcional: mística,
música, abadesa, botánica y homeópata, predicadora, misionera, escritora.
Es una de mis maestras, amigas, amantes.
Lo que nos regala hoy es de una importancia vital.
No podemos vivir en un mundo “interpretado” por otros y por nuestra mente. Vivir
en un mundo interpretado “por otros” es vivir condicionados por las opiniones y
las experiencias de los demás: no vivimos el don original que somos, sino que
sobrevivimos pendientes de la aprobación ajena. Vivir en un mundo interpretado por
la mente es vivir adentro de nuestra propia cabeza y nuestros propios juicios.
Es ver la realidad a través del filtro de nuestros pensamientos y emociones. Un
filtro que casi siempre distorsiona la realidad.
Vivir en un mundo interpretado es creer que lo controlamos todo, cuando en
realidad no controlamos nada.
Vivir en un mundo interpretado finalmente es perderse la belleza asombrosa
del mundo real.
Un mundo interpretado no es hogar,
sugiere Hildegarda. Porque un hogar es siempre gratuidad y aceptación. Todos
anhelamos y necesitamos vivir en un hogar. Porque somos hogar. El hogar nos
define: cálido útero que nutre y engendra vida.
Dios es hogar, puro y simple hogar.
Hay que recuperar urgentemente mundo y hogar. Para que sean uno otra vez. En
realidad son uno y siempre han sido uno: nuestra interpretación separa y fragmenta
la unidad primigenia, intacta y pura. Para que el mundo sea verdaderamente nuestro hay que volver a la unidad, a lo
Uno.
Salir de la interpretación es recuperar el mundo como hogar. Recuperar
olores, perfumes, miradas. Recuperar el amor que somos, el amor primero.
Hay un precio. Un precio que nadie quiere pagar: el terror.
El terror de enfrentarse cara a cara con nuestras interpretaciones,
nuestros juicios, nuestras opiniones, nuestros miedos. Solo así – solo
enfrentado el terror – podremos recuperar la luz interior. Solo así podremos
recuperar la auténtica individualidad y la auténtica interpretación: la de la
visión.
Recuperar la escucha, la voz y la luz es recuperar la
visión interior.
Es salir de la interpretación de la mente y de las dependencias afectivas y
emocionales para reconocer la propia unicidad y originalidad.
“Parte del terror” es reconocer la luz interior que nos habita: es por fin
reconocer que no necesitamos dogmas, catecismos y rituales. Es parte del terror
porque nos enfrenta con la soledad, la inseguridad, el poder constituido.
Cuándo has visto tu propia luz ¿necesitas algo más?
No hay alegría y plenitud más grande que reconocer la propia luz: desde el
océano ecuánime del Silencio estás emergiendo en tu unicidad y originalidad. No
hay paz más grande que ser fiel a esta luz original.
Entonces, admirablemente, el milagro está consumado: la única luz y tu
propia luz coinciden. Universalidad y particularidad se besan. Lo Uno se tiñe
de matices de colores quedando estable en su blancura. Puedo ser verdaderamente
yo porque soy uno con todo y el mundo es mío. Como afirma la Escritura: “Todo les pertenece a ustedes: Pablo, Apolo o
Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es de
ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios.” (1 Cor 3, 22-23).
Hemos salido de la maldición de la separación. Hemos salido de las falsas
interpretaciones y empezamos por fin a ver: todo es un hogar. Todo es de una
belleza infinita.
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