Estamos empezando la quinta semana de
cuaresma. El domingo que viene será Domingo de Ramos.
El texto que escucharemos hoy en la
liturgia tiene una profundidad espiritual impresionante. Es uno de estos textos
para leer y releer pausada y lentamente, saboreando cada palabra.
La gente en Jerusalén está de fiesta y
quiere ver a Jesús. El evangelista parece decirnos que a Jesús no le interesa
mucho que lo busquen. Su respuesta va totalmente por otro lado. ¡Qué
maravillosa es la libertad del Maestro!
Jesús estuvo siempre cerca de la gente,
siempre sanando, perdonando, alentando. Siempre cerca especialmente del pobre,
enfermo, marginado.
En este momento su atención se centra en
otra realidad: su hora. El momento
clave de su vida.
El evangelista Juan habla de la hora de
Jesús como el momento culmen: cruz y resurrección. Todo su evangelio se centra
en la hora, todo tiende a esa hora.
Porque, lo veremos, la hora de Jesús es la revelación más esplendida del Dios Amor.
En este contexto tenemos la maravillosa
y famosa parabolita de grano de trigo:
“Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no
muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.” (Jn 12,
24).
Jesús mismo la explica así: “El que tiene apego a su vida
la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará
para la Vida eterna.” (12, 25).
Otras traduciones dicen así:
“El que ama su vida, la perderá; y el que
aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.”
En la historia de la iglesia
y en la predicación se dieron muchas veces indicaciones e interpretaciones
distorsionadas y hasta anti-evangelicas: un rechazo del mundo, una visión
morbosa y enfermiza del sufrimento, un rechazo a los placeres de la vida.
¿Cómo
comprender entonces una tan fuerte y tan tajante afirmación?
Solo la podemos comprender cabalmente
desde nuestro auténtico ser.
Lo que hay que dejar, lo que hay que
perder es la ilusión del yo: el ego. El apego (interesante el juego de palabra ap-ego) a nuestra supuesta y superficial
identidad es lo que hay que dejar. No soy lo que mi mente me dice que soy. El
ego – lo que generalmente llamamos “yo” – en el fondo es esta identificación
total e inconsciente con nuestra mente (pensamientos, sentimientos, emociones).
Es muy interesante y sugestivo que la
neurociencia moderna se esmeró en encontrar en algún rincón del cerebro humano
este lugar del “yo”, este lugar donde la persona se reconoce como “yo”: no
encontró nada. Obvio: no existe. No es el supuesto “yo” que crea la conciencia
(como afirman los materialistas y racionalistas) sino es la Conciencia que crea
y se manifiesta en un “yo”. Este “yo” no tiene nada que ver con nuestra
autentica identidad: es una simple herramienta que la Conciencia se dio para
experimentarse en este mundo como ser humano.
Nuestra verdadera identidad se encuentra
en otro lado: más profundo, más íntimo. Es el lugar justamente de la Vida, es
el lugar desde donde el Ser nos comunica el ser. Es el lugar donde nos sentimos
Uno con la Vida misma. Eso es lo que somos. Y eso no se puede perder jamás. Eso
es lo que no muere, porque no nació. Este es el verdadero “Yo”.
Hoy en día lo llamamos Conciencia. Jesús
lo llamó “Padre”. Lo podríamos llamar “Misterio”, “Amor”, “Vida”… Si a los
cristianos les gusta seguir llamándolo “Padre” para ser fiel a la palabra de
Jesús no hay ningún problema. Simplemente hay que saber a que nos referimos. La
palabra “Padre” sugiere un Ente separado y eso ya no es aceptable.
A mi me encanta usar las palabras “Vida”
o “Aliento”.
Dios es la Vida de toda vida y el Aliento
de todo aliento: ahí se percibe la profunda unidad que mantiene la
diferencia en la manifestación. Dios – la Vida – se manifiesta en la realidad
sin que esta lo agote. Dios – el único Yo – se manifiesta como ser humano. ¡Somos Vida divina! Es términos cristianos: hijos
de Dios.
Lo invisible se manifiesta en lo
visible, lo eterno en lo temporal.
Jesús había hecho experiencia de esto.
Fue la experiencia clave de su vida y su misión. Por eso su vida fue total
entrega. Y por eso, ante la angustia de su muerte, se sitúa en este lugar del
Ser desde el cual puede decir:
“Mi alma ahora está turbada.
¿Y qué diré:
“Padre, líbrame de esta hora”?
¡Si para eso he llegado a esta hora!
¡Padre, glorifica tu Nombre!.” (Jn 12,
27-28).
El ego, ante el dolor y la
muerte siente angustia y miedo. No puede sentir otra cosa porque la muerte
psicologica es justamente el fin del ego, de nuestra identidad ilusoria. Solo
desde el ser profundo – nuestra verdadera y eterna idendidad – podemos aceptar
con serenidad dolor y muerte, sabiendo que ellas mismas, por cuanto terribles
pueden parecer, son también manifestaciones del único Amor, experiencias
físico-psiquicas que se disolveran en el oceano de la Paz, el Gozo, el Amor.
El místico persa Rumi, desde
la tradición sufí, habla de existencia
e inexistencia.
La existencia sería el nivel
ilusorio del yo, el ego. Dios que trasciende estas categoria, trabaja con la
inexistencia.
“El Ser Absoluto trabaja en la inexistencia;
¿qué es el taller del Hacedor de existencia sino la inexistencia? ¿Acaso
alguien escribe en una hoja escrita? ¿Acaso alguien planta un retoño en un lugar
ya plantado? No, busca un papel que no está escrito, siembra una semilla en un
lugar que no esté sembrado.”
Por eso para Rumi la
verdadera vida se encuentra en la inexistencia, en el nivel donde Dios trabaja.
Es la misma paradoja de nuestro versiculo evangelico: ¡qué coincidencia!
Lo que creemos que es, en realidad no-es: es simple indicio de que el verdadero Ser se encuentra en
otro lado. Evangelicamente: perdiendo la vida – lo que creiamos ser – nos encontramos con la verdadera
Vida – lo que sí somos –.
Es la experiencia de la
resurrección. La experiencia de una plenitud insospechada. Lo que parecía
terrible – la cruz, el perder, el desapego – se transmuta en Vida plena. Por
eso Juan para hablar de la hora de
Jesús – el Misterio pascual – usa la palabra glorificación. La Cruz de Cristo es su Gloria.
Por eso también – sobretodo
en la tradición cristiana ortodoxa – mucha iconografia del Cristo crucificado
lo representa vivo y con los ojos abiertos.
Perder la vida, “caer en la
inexistencia” – según las palabras de Rumi – es encontrarse con la Vida. Morir
es vivir.
Entregarse en el amor es
reencontrarse de manera nueva en lo Uno y único: el Amor. Perder nuestro
supuesto “yo” es descubrirse Amor.
Así, otra vez – y termino –
lo expresa muy bellamente Rumi.
“Una mañana, un amado le pidió a la amante
que lo pusiera a prueba:
-
«Oh, fulano de tal, me pregunto si me amas más a mí o
si te amas más a ti mismo. ¡Dime la verdad, oh, hombre de penas!»
Él respondió:
- «He sido tan aniquilado en ti que estoy lleno de ti de
pies a cabeza. No me queda nada de mi propia existencia más que el nombre. En
mi existencia, oh, querida, no hay nada más que tú.»”
Una belleza. Una locura. La
locura del Amor.
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