El tema educativo está siempre arriba del tapete en los diversos
ámbitos de la sociedad, de la iglesia y otras instituciones. Sin duda es un
tema central. Tal vez es el tema de nuestros tiempos. La
centralidad e importancia de la educación es reconocida y asumida casi
universalmente. Obviamente no nos referimos simplemente a los niños, sino a la
persona humana en general y a sus distintas etapas de desarrollo: siempre
necesitamos educarnos y educar.
El tema es: ¿Cómo educamos? ¿A qué apuntamos cuando educamos?
En nuestra cultura occidental venimos de un modelo de educación –
sin dejar de reconocer lo positivo y los logros – bastante superficial y
parcial.
Mucho de lo educativo pasó, y todavía pasa, por lo racional. Se
considera que el ser humano es esencialmente cerebro, razón. Desde ahí se vive
lo educativo como un adoctrinamiento o una simple transmisión de información. La
cultura globalizada y la tecnología agrava la situación: estamos saturados de
información, bombardeados en las redes sociales por noticias, propuestas,
cursos, chismes, ventas. Saturados de información, pero escasos de formación.
Crecemos en cantidad, poco en calidad. Sabemos más cosas y disfrutamos menos.
El tema se complica más aún cuando entramos en el ámbito
estrictamente espiritual. Lo espiritual es una dimensión del ser que se nos
escapa a nuestra necesidad compulsiva de control, manipulación, evaluaciones y
proyectos.
En la transmisión de la fe, esencialmente a través del catecismo y
la liturgia, hemos caído en este fenómeno de reducción de lo educativo, con
consecuencias trágicas.
Enormes cantidades de adolescentes y jóvenes que salen de colegios
católicos conociendo racionalmente muchas cosas sobre la fe, pero sin
experiencia real de fe. Muchos mayores aferrados a una fe externa, devocional,
cumplidora. Pero sin alma y peor, sin amor ni alegría.
¿Por donde ir? La clave – desde mi perspectiva – es comprender que el ser humano
es mucho más que su racionalidad. Más aún: lo racional es una pequeña porción
de lo que somos. La experiencia de la felicidad y la plenitud pasa por otros
caminos, lo sabemos. ¿Por qué no cambiar de rumbo entonces?
Hemos educado y seguimos en muchos casos educando en la fe, como
un adoctrinamiento de mentes. Intentamos transmitir y aprender conocimientos
teóricos que no transforman la vida.
Enseñar (afirmar, decir) que “Dios
es Amor” sin vibrar de este Amor y sin que el educando entre en esta
experiencia se reduce a simples palabras y conceptos y no cambia mucho de: “la primavera viene después del otoño”.
Lo educativo tiene que dar un giro integral y holístico.
Comprender la persona en clave multidimensional y universal. Y lo más
abarcativo e integral es la conciencia. La conciencia es lo más genuino y
propio y nos conecta con nuestro centro. Somos conscientes porque somos
conciencia. Si podemos ser conscientes de nuestro cuerpo, nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos y emociones, nuestro entorno, significa que
somos más que todo eso.
Eso es justamente lo que hay que educar: educar la conciencia a
ser consciente.
Pocos nos enseñan a ser conscientes. Pocos educan la conciencia. O
se confunde “conciencia” con la simple “conciencia moral”.
La conciencia es mucho más. Es lo que somos. Siempre podemos ser
conscientes. Es lo único estable, lo demás cambia y muere.
Educar la conciencia es educar a conocerse en profundidad, asumir
nuestro sentir, nuestro dolor.
Educar la conciencia es educar a ser responsables de lo que
sentimos y de nuestras acciones.
Educar la conciencia es entrar con todo nuestro ser en la
experiencia de la vida.
“A Dios no hay que pensarlo.
Dios hay que vivirlo”, decía Blaise Pascal.
Educar la conciencia es entrar en la experiencia de la unidad y de
lo Uno: sentir con el Universo. Aprender a ver lo Uno en las diferencias.
Porque lo único y Uno es la conciencia. Todos somos conscientes: es lo único
universal.
Educar la conciencia es educar a vivir, a palpar la vida, a sentir
la vida, a ser uno con la vida.
Lo racional separa, la conciencia une. Porque conciencia y Vida en
el fondo son lo mismo.
Entonces cierra el círculo: educar la conciencia es educar a
vivir. Lo único que importa al fin.
¿Qué me sirve un dios pensado? ¿Qué me sirve el Cristo muerto de
los catecismos si no se convierte en sangre de mi sangre?
No me interesa el dios de los filósofos, el dios de los catecismos
y el dios de los dogmas. Me interesa el Dios de la Vida, que es Vida aquí y
ahora, que palpita de mi mismo palpitar y respira mi respirar. No quiero ideas
y conceptos sobre el amor: quiero serlo el Amor.
Y para ser el Amor tengo que aprender a ser consciente que lo soy:
así de simple, así de difícil.
Puedo ser consciente de eso, porque en el fondo es lo que soy. Es
lo que somos.
Eso hay que educar, sin dejar lo otro. Resuenan las fuertes
palabras de Jesús a los fariseos: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos
hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y
descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!
Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.” (Mt 23, 23).
Eso es lo esencial: educar la conciencia a ser consciente. En
otras palabras: educar al Amor a ser el amor. El resto vendrá por añadidura.
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