“En un gran templo al norte
de la antigua capital de Tailandia, Sukotai, se alzaba desde tiempos antiguos
una enorme estatua de Buda. Aunque no era una de las más bellas y refinadas
obras de arte budista tailandés, se había mantenido durante 500 años y se había
convertido en objeto de veneración por su incuestionable longevidad. Este Buda
había sido testigo de violentas tormentas, cambios de gobierno y ejércitos
invasores, pero había resistido. Llegó un momento, sin embargo, en que los
monjes que cuidaban el templo advirtieron que la estatua había empezado a
agrietarse y que pronto iba a necesitar ser reparada y pintada de nuevo. Tras
un periodo que resultó especialmente caluroso y seco, una de las grietas se
hizo tan ancha que a un monje curioso se le ocurrió tomar una linterna para
investigar qué había allí dentro. Lo que apareció de golpe al iluminar la
grieta fue ¡el destello brillante del oro! En el interior de aquella sencilla
estatua, los residentes del templo descubrieron una de las imágenes de oro de
Buda más grandes y luminosas que se han creado en el sureste asiático.”
(Jack
Kornfield, La sabiduría del corazón,
La liebre de marzo, Barcelona 2013, p. 21-22).
Este hermoso y simpático relato nos revela el autentico sentido
del saludo “namasté”.
Namasté (o námaste) es un saludo
de la India muy presente en las tradiciones espirituales orientales. Uniendo
las palmas de la manos a la altura del corazón se inclina ligeramente la
cabeza. En algunas tradiciones se pronuncia la palabra namasté y en otras simplemente se hace el gesto.
El saludo – lo podemos comparar a nuestro “hola” y “chau” – más
allá de muchos matices expresa lo siguiente: “lo divino en mí reconoce lo
divino en ti y en este reconocerse reciproco nos descubrimos uno”.
En nuestra tradición occidental y cristiana tal vez lo podríamos traducir
así: “lo inmaculado en mí saluda lo inmaculado en ti y ahí nos reconocemos uno
en Dios”: ¡Maravilloso!
El dogma de María Inmaculada encuentra aquí su verdadero y más
hondo significado, más allá de lo referente a la persona individual de María de
Nazaret y a su tinte moral.
Hay un lugar en cada ser humano y en cada ser viviente que no es
afectado por el egoísmo, el mal y el sufrimiento. ¡Es el oro de la estatua! Más
allá de las capas superficiales de nuestro ser hay un espacio sagrado,
inmaculado, divino. Reconocerlo en uno mismo y en los demás es la clave de la
felicidad y la plenitud.
Las experiencias de sufrimientos desde nuestra niñez y la
esclavitud mental van creando, cada vez más, capas profundas y rígidas que
impiden descubrir el oro. Oro de nuestra auténtica naturaleza y bondad.
La práctica espiritual es la práctica de la purificación de la
percepción para aprender a ver el oro que soy y somos. Es la práctica de ir
quitándose las capas que nos hemos ido construyendo y que nos impiden descubrir
nuestro ser inmaculado.
La práctica del saludo namasté
nos puede ayudar y recordar todo esto. Obviamente, en nuestra cultura, no es
necesario decir la palabra o hacer el gesto exteriormente. Lo podemos hacer interiormente
o encontrar momentos y espacios para poder exteriorizarlo.
Yo empiezo y termino mi meditación diaria con este saludo, como a
expresar el deseo de reconocer lo sagrado en el Universo entero. A menudo
saludo con namasté a las plantas de
mi cuarto y, cuando doy un paseo, a algún árbol o algunos pájaros.
En la celebración de la Eucaristía el saludo namasté logra reconocer en el pan y el vino consagrados la
Presencia del Cristo cósmico: en un pedacito de pan el Universo se concentra,
se expresa, se multiplica. Namasté
reconoce y agradece lo Uno en lo múltiple y lo múltiple en lo Uno.
A lo largo de nuestras jornadas sería muy oportuno detenerse cada
tanto para respirar conscientemente y saludarse y saludar con un namasté.
¡Namasté!
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