martes, 13 de septiembre de 2016

Namasté



En un gran templo al norte de la antigua capital de Tailandia, Sukotai, se alzaba desde tiempos antiguos una enorme estatua de Buda. Aunque no era una de las más bellas y refinadas obras de arte budista tailandés, se había mantenido durante 500 años y se había convertido en objeto de veneración por su incuestionable longevidad. Este Buda había sido testigo de violentas tormentas, cambios de gobierno y ejércitos invasores, pero había resistido. Llegó un momento, sin embargo, en que los monjes que cuidaban el templo advirtieron que la estatua había empezado a agrietarse y que pronto iba a necesitar ser reparada y pintada de nuevo. Tras un periodo que resultó especialmente caluroso y seco, una de las grietas se hizo tan ancha que a un monje curioso se le ocurrió tomar una linterna para investigar qué había allí dentro. Lo que apareció de golpe al iluminar la grieta fue ¡el destello brillante del oro! En el interior de aquella sencilla estatua, los residentes del templo descubrieron una de las imágenes de oro de Buda más grandes y luminosas que se han creado en el sureste asiático.

(Jack Kornfield, La sabiduría del corazón, La liebre de marzo, Barcelona 2013, p. 21-22).


Este hermoso y simpático relato nos revela el autentico sentido del saludo “namasté”.

Namasté (o námaste) es un saludo de la India muy presente en las tradiciones espirituales orientales. Uniendo las palmas de la manos a la altura del corazón se inclina ligeramente la cabeza. En algunas tradiciones se pronuncia la palabra namasté y en otras simplemente se hace el gesto.

El saludo – lo podemos comparar a nuestro “hola” y “chau” – más allá de muchos matices expresa lo siguiente: “lo divino en mí reconoce lo divino en ti y en este reconocerse reciproco nos descubrimos uno”.
En nuestra tradición occidental y cristiana tal vez lo podríamos traducir así: “lo inmaculado en mí saluda lo inmaculado en ti y ahí nos reconocemos uno en Dios”: ¡Maravilloso!
El dogma de María Inmaculada encuentra aquí su verdadero y más hondo significado, más allá de lo referente a la persona individual de María de Nazaret y a su tinte moral.

Hay un lugar en cada ser humano y en cada ser viviente que no es afectado por el egoísmo, el mal y el sufrimiento. ¡Es el oro de la estatua! Más allá de las capas superficiales de nuestro ser hay un espacio sagrado, inmaculado, divino. Reconocerlo en uno mismo y en los demás es la clave de la felicidad y la plenitud.

Las experiencias de sufrimientos desde nuestra niñez y la esclavitud mental van creando, cada vez más, capas profundas y rígidas que impiden descubrir el oro. Oro de nuestra auténtica naturaleza y bondad.
La práctica espiritual es la práctica de la purificación de la percepción para aprender a ver el oro que soy y somos. Es la práctica de ir quitándose las capas que nos hemos ido construyendo y que nos impiden descubrir nuestro ser inmaculado.
La práctica del saludo namasté nos puede ayudar y recordar todo esto. Obviamente, en nuestra cultura, no es necesario decir la palabra o hacer el gesto exteriormente. Lo podemos hacer interiormente o encontrar momentos y espacios para poder exteriorizarlo.

Yo empiezo y termino mi meditación diaria con este saludo, como a expresar el deseo de reconocer lo sagrado en el Universo entero. A menudo saludo con namasté a las plantas de mi cuarto y, cuando doy un paseo, a algún árbol o algunos pájaros.

En la celebración de la Eucaristía el saludo namasté logra reconocer en el pan y el vino consagrados la Presencia del Cristo cósmico: en un pedacito de pan el Universo se concentra, se expresa, se multiplica. Namasté reconoce y agradece lo Uno en lo múltiple y lo múltiple en lo Uno.

A lo largo de nuestras jornadas sería muy oportuno detenerse cada tanto para respirar conscientemente y saludarse y saludar con un namasté.

¡Namasté!



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