Hace poco se me regaló vivir una hermosa experiencia. La Vida
siempre nos sorprende, abre puertas, derrumba muros. Muros inexistentes,
construidos por nuestras mentes, pero muros al fin.
Un compartir simple, clima de familia. El cansancio normal al
terminar la jornada. Esos “compartires” que dan sabor y color a la vida, que
huelen a verdad, que chorrean divinidad.
Esos compartires que alegran la vida de un cura, que lo traen a la
realidad de la familia y de la sociedad. Esos compartires que se me regalan a
menudo y de los cuales estoy profundamente agradecido.
Era uno de esos compartires.
Una pizza, niños en la vuelta con su vitalidad, la tele prendida y
la pelota rodando.
Pizza, niños y fútbol, pensándolo bien, son un buen
resumen de la cultura uruguaya y de la cultura occidental en general.
Interesante.
Entre estos elementos se conversa, se grita un gol, se atienden a
los niños, se saborea la pizza.
Y la conversación se desliza casi imperceptiblemente hacia una
confesión: ¡celebramos la reconciliación!
La reconciliación en el corazón de la vida cotidiana: ¡esta es la
verdadera reconciliación! ¡Qué maravilla! Descubrimos el amor y el perdón ahí
donde la vida se juega, cada día, todos los días.
¡Como la pelota en la cancha, como la alegría de los niños!
Entre pizza, niños y fútbol el Dios de la Vida anda rodando: ahí
nos encontramos a nosotros mismos, ahí nos encontramos con los demás, ahí nos
descubrimos expresión de la vida divina.
Basta estar atentos. Basta estar abiertos. Dejando de lado muros
inexistentes. Para vivir. Sentir la Vida.
Y la Vida reconcilia: siempre.
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