La quietud es un estado del ser, una manera de existir, una forma de vivir. Las tradiciones espirituales y religiosas afirman su importancia y necesidad en el camino espiritual.
La quietud nos acompaña de la mano a nuestro centro y al centro de nuestro centro: Dios.
Nuestro mundo no conoce la quietud y por eso es tan inquieto: siempre en búsqueda, siempre en movimiento, siempre ansioso y apurado.
Estar quietos es callar todo movimiento: corporal, mental, espiritual. En la quietud absoluta nos damos cuenta con asombro que justamente la quietud es fundamento y sostén de todo movimiento sano y fructífero.
Entre otras cosas la práctica meditativa nos enseña la quietud.
Los cristianos tenemos dos grandes símbolos de la quietud: la cruz y el sagrario.
En la cruz Cristo está quieto: es entregado, no se mueve. Simplemente "es" y está. La plenitud del Amor surge y se expresa en la quietud.
En el sagrario Cristo es simplemente Presencia. También ahí: simplemente "es" y está.
Misteriosamente la Presencia se relaciona con la quietud.
Estar presentes a nosotros mismos, estar a la Presencia de Dios y vivir en la Presencia son frutos de la quietud.
El mundo corre, la agitación nos agarra, la prisa con condiciona y nos perdemos lo mejor.
Desde la quietud se nos regala la vida y podemos ver como todo fluye con gratuidad y sencillez: simplemente estando y diciendo "si" al momento presente.
¿No tendremos que regalarnos más tiempo de quietud?
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