domingo, 6 de marzo de 2016

Lucas 15, 1-3. 11-32.





En el cuarto domingo de cuaresma, llamado "domingo de la alegría", la iglesia nos propone la parábola del Padre misericordioso. En este año del Jubileo de la misericordia la recibimos con más alegría y atención. 

La parabola del Padre misericordioso es seguramente uno de los textos más conocidos y más comentados del evangelio. Su belleza y su profundidad son inagotables.

Comparto con ustedes unos simples puntos de reflexión.

1) Con la parabola Jesús nos provoca a cuestionarnos nuestra imagen de Dios. Imagen que sin duda nos hemos construido a partir de nuestra infancia. Muchas veces es una imagen que arranca de dos experiencias centrales en la vida: la de la necesidad y la de la debilidad. Como afirma Enrique Martínez: "Desde la necesidad, Dios es visto como quien puede llenar los propios vacíos: nace así la religión de lo útil. Desde la debilidad, Dios es visto como poder y desde ahí nace, fácilmente, la religión del temor."

2) Jesús nos revela otro rostro de Dios. Un rostro tan hermoso que va más allá de todas las imágenes. Es un Amor tan hondo que nos sorprende y que nunca acabamos de comprender. Un Amor que si, en cambio, podemos experimentar. Entrando en la experiencia de Jesús tocamos con mano a la divinidad que significa, a la vez, tocar con mano nuestra raíz más profunda: entonces nos percibimos completos. Nos damos cuenta que "necesidad" y "debilidad" son percepciones superficiales que no nos definen. En el fondo son ilusiones del ego.

3) El tema de la Casa. Toda la parábola puede ser leída bajo esta luz. Una lectura que me fascina. La Casa es nuestro hogar: estamos bien, somos amados y completos. No falta nada. En un momento dado nos percibimos vacíos, percibimos con toda su fuerza "necesidad" y "debilidad". Entonces nos vamos de la Casa. Buscamos afuera en miles de experiencias...buscamos llenar el vacío que sentimos. Hasta volver. Volver a Casa con toda la experiencia y su carga de dolor. El viaje más importante es este viaje interior. Un viaje que nos hace dar cuenta que en realidad siempre estuvimos en Casa. Porque siempre estamos en Dios, en el Utero divino. Como nos recuerda San Pablo: "en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hechos 17, 28). ¡Siempre estuvimos en Casa y no nos dimos cuenta! Y cuando alguien se da cuenta no logramos compartir su felicidad y nos empecinamos en creernos afuera: como el hijo mayor. Estaba en Casa y nunca se dio cuenta. Terrible. Cuando "se nos cae la ficha" y nos damos cuenta que vivimos en Casa nuestra vida se transforma en un canto a la alegría, la belleza, el amor. Justo las características del Corazón del Padre.

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