Ayer de tarde, después
un buen tiempo de quietud a causa de la tendinitis del talón de mi pie derecho,
volví a mis caminatas.
Salí de tarde hacia el
bello parque de Rodó, casi un km de mi casa.
El tiempo no me prometía
volver seco. Así fue: una lluvia mansa y persistente me acompañó en mi
caminata.
¡Qué lindo caminar bajo
la lluvia! Por lo menos cuando esta se mantiene mansa. Recuerda la niñez y su
sano descontrol.
¡Qué aburrido el control de los adultos!
Se camina también con el
corazón y no solo con las piernas: y yo tenía
en mi corazón el dolor de Francia, de la ceguera humana, de muertes cercanas y
lejanas.
Con esto iba caminando
en paz, buscando a Dios entre la bruma.
Como cambia el paisaje
cuando llueve: una belleza insospechada y nueva.
Me sorprendieron unos
ceibos en flores: en la última caminata los había sorprendido desnudos y solos.
Ahora estaban llenos de las típicas flores rojas: espléndidamente vestidos. En
su desnudez no había reconocidos los ceibos: la desnudez nos empareja más o
menos a todos. Y tiene también su hermosura.
Seguía atento a un signo
físico de la Presencia: ya lo sé que Dios se toca. Ya lo sé que el Cristo es
carne y sangre. Lo quería tocar otra vez en esta caminata mojada.
De repente, suave,
suavísimo el olor: tierra mojada. Ahí está. Es Él.
Es fantástico el olor a
tierra mojada: ayer no fue fácil reconocerle, por su delicadeza y suavidad.
Pensé: “¡Dios huele a tierra mojada!” Si, claro.
Dios huele a todos los olores y perfumes, pero ayer, para mi, olía a tierra
mojada.
La presencia de Dios se
hace carne en cada instante para cada uno: se huele bien un olor a la vez y
solo uno se puede disfrutar en plenitud.
¡Qué fantástico un Dios
que huele a tierra mojada!
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