miércoles, 18 de noviembre de 2015

Tierra mojada

Ayer de tarde, después un buen tiempo de quietud a causa de la tendinitis del talón de mi pie derecho, volví a mis caminatas.
Salí de tarde hacia el bello parque de Rodó, casi un km de mi casa.
El tiempo no me prometía volver seco. Así fue: una lluvia mansa y persistente me acompañó en mi caminata.
¡Qué lindo caminar bajo la lluvia! Por lo menos cuando esta se mantiene mansa. Recuerda la niñez y su sano descontrol. 

¡Qué aburrido el control de los adultos!
Se camina también con el corazón y no solo con las piernas:   con ﷽﷽﷽﷽mojada. Ahí está. Es é y yo tenía en mi corazón el dolor de Francia, de la ceguera humana, de muertes cercanas y lejanas.
Con esto iba caminando en paz, buscando a Dios entre la bruma.
Como cambia el paisaje cuando llueve: una belleza insospechada y nueva.
Me sorprendieron unos ceibos en flores: en la última caminata los había sorprendido desnudos y solos. Ahora estaban llenos de las típicas flores rojas: espléndidamente vestidos. En su desnudez no había reconocidos los ceibos: la desnudez nos empareja más o menos a todos. Y tiene también su hermosura.



Seguía atento a un signo físico de la Presencia: ya lo sé que Dios se toca. Ya lo sé que el Cristo es carne y sangre. Lo quería tocar otra vez en esta caminata mojada.
De repente, suave, suavísimo el olor: tierra mojada. Ahí está. Es Él.
Es fantástico el olor a tierra mojada: ayer no fue fácil reconocerle, por su delicadeza y suavidad.
Pensé: “¡Dios huele a tierra mojada!” Si, claro. Dios huele a todos los olores y perfumes, pero ayer, para mi, olía a tierra mojada.
La presencia de Dios se hace carne en cada instante para cada uno: se huele bien un olor a la vez y solo uno se puede disfrutar en plenitud.

¡Qué fantástico un Dios que huele a tierra mojada!

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