Misa en pleno campo. El atardecer dibuja colores únicos sobre el avance del río que se inserta en la tierra, casi pidiendo permiso. Los reflejos de la luz sobre los arboles hablan de paz. Sólo el canto de unas pocas aves acompañan la celebración de la Eucaristía.
El altar es el mundo.
Ya lo decía el gran teólogo francés Teilhard de Chardin hablando de la "Misa sobre el mundo".
El altar es el mundo: el único altar digno. Único para todos. El altar del mundo no separa, solo une.
En el altar del mundo se consumen todos los anhelos y los dolores de la humanidad.
Su belleza es infinita e indecible. Los demás altares son sólo signo de este único altar.
Se celebra y el Cristo viene otra vez en un poco de pan y un poco de vino; viene desde su altar a contemplar el río y escuchar el canto. Las bellezas se confunden: siempre las bellezas se confunden porque solo hay Una belleza.
Ya no se sabe donde está el río, el atardecer, el canto y Cristo. Los confines se desdibujan y solo queda una quietud infinita que huele al Amor.
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